11:28 p.m. de ayer, hoy el día no ha llegado a esa hora, pero eso no importa porque uno podría aventurarse a escribir sobre el futuro, trasladarse a un momento que no existe, desfasarse en el tiempo a propósito, en últimas, complicarse la vida.
Tengo náuseas, la palabra es igual de fea a la sensación.
A las 11:28 p.m. les decía, me debatía entre sentarme a escribir algo y echarme a dormir. Ganó la segunda opción que se transformó, ya en la cama, en ganas de leer. La primera, entre redacción y edición, me habría tomado más de los 32 minutos que le quedaban al día, y quería dormirme antes de la medianoche; al final no fue así porque leí hasta casi hasta la 1 de la mañana.
Le atribuyo las náuseas a eso, es decir, al hecho de no haber escrito nada. Sé que el mundo, el mío que quede claro, se fractura un poco cuando no lo hago.
Pienso entonces sobre cosas que me dan náusea existencial y aparecen varias en mi cabeza: La necesidad malsana de querer “ser alguien” en la vida, un miembro “funcional” de la sociedad, si es que eso tiene algún sentido, o el querer tener siempre la razón; estar sentado en la verdad, cuando es una mera ilusión, pues como dice Manuel Vilas: “la verdad está siempre en constante transformación, por eso es difícil decirla, señalarla, Más bien siempre está huyendo. Más bien lo importante es reflejar su continuo movimiento, su irregular y desacomplejada metamorfosis”.
También me dan náuseas esas personas que exudan superioridad moral y que, por lo general, quieren tener la última palabra en las conversaciones, personas que, si uno se fija bien, se mueren por “ser alguien en la vida” y creen ser poseedores de la verdad.
Termino de escribir estas palabras y la sensación de náuseas se esfumó. Escribir cura.
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