Siempre la pasábamos bien en el jeep Nissan Patrol de mi papá, el único carro que ha tenido en su vida. Era de color azul aguamarina y contaba con un motor que bramaba fuerte, como un camión, pura fuerza. En él cabían unas 9 personas: 3 adelante y las restantes atrás, en dos bancas negras ubicadas a los costados.
Mis hermanos y mis padres jugaban Volkswagen bandera, un juego que consistía en mirar quién de ellos contaba más escarabajos amarillos, azules y rojos en ese respectivo orden. Como yo todavía era muy pequeño no alcancé a disfrutar de ese juego, que empezaban desde la salida de la casa, pues mi padre tiraba una pantufla al aire y supuestamente la dirección hacia donde quedaba la punta, cuando caía al suelo, indicaba hacia donde debían ir en el carro.
Yo siempre me sentaba adelante con mis papás y mis hermanos en la parte de atrás. En los trayectos me distraía viendo cómo mi papá hacía los cambios y movía los pies para presionar los pedales, una operación que me parecía complicadísima.
Un día, de la nada, antes de salir del parqueadero, me pregunto sí quería hacer los cambios. Recuerdo que lo miré con cara de: ¿Cómo se te ocurre si tengo 6 años?, pero él sonrió y me volvió a preguntar que si lo quería hacer.
Emocionado, le respondí que si y me sentí muy importante por la nueva tarea que iba a tener que ejecutar de ese momento en adelante. Lo primero fue conocer los cambios: primera, segunda y tercera, creo que no había más. Luego de apropiarme del manejo de la palanca y ya en la calle, mi padre con un:” ya” o un “ahora”, me indicaba cuando debía meter cada cambio, pero luego me enseñó a hacerlo de acuerdo con el sonido del motor hasta que dejó de decirme cuándo debía hacerlos.
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