Me meto en mi cabeza a ver si logro dar con lo que me incomoda que, supongo, debe venir en forma de idea o recuerdo, para luego transformarse en sentimiento. Me imagino al cerebro como una red de millones de circuitos, y los responsables de mi ira son un par que no están haciendo el contacto adecuado.
Llevo puesto un overol azul oscuro y una caja de herramientas cuelga de mi mano derecha. Pasados unos minutos no encuentro nada. Lo único que veo, en mi corta caminata mental, aparte de unas fantasías inconfesables, son fogonazos, aquí y allá, producto de la sinapsis.
Todo aparenta estar en orden. Es como si el mal genio proviniera de la nada, del vacío, del espacio exterior o de otra dimensión, y ese hecho, que carezca de base y sustancia, hace que me moleste más. “¡Que ridiculez sentir tanto!” pienso. Deberíamos tener algo de robots, ser más importa-culistas o las dos cosas, qué sé yo.
La cabeza, es decir, nuestros pensamientos o todo lo que almacenamos en ella, deberían ser elementos binarios: 1/0, blanco/negro, derecha/izquierda, por aquí/por allá y ya está, pero la paleta de colores que se despliega ante nosotros en cualquier situación, buena o mala, es algo que, me aventuro a pensar, a veces nos jode la cabeza.
Entonces escribo, porque escribir es una certeza que me tranquiliza. Redacto un texto de 288 palabras que va en su novena versión hasta que quedo contento con él.
Guardo el documento, apago el computador y me pongo a ver una serie que se llama “Escapando hacia la noche”, que lleva ese formato de: grupo de desconocidos intentan superar un peligro. En este caso es que el sol los va a fritar y van en un avión escapándose del amanecer, de ahí el nombre de la serie.
Me pregunto hasta cuanto lograrán los guionistas mantener la tensión bajo ese escenario y le estimo una temporada, pero siempre las extienden y una historia que podía ser redondita y compacta, termina llena de curvas y huecos en la trama.
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