El reloj despertador suena por segunda vez. Entreabro los ojos y estiro la mano para presionar algún botón, el que sea, hasta que logro que esa chicharra del demonio deje de sonar. Por eso el mundo anda tan mal, porque el primer contacto que tenemos cada día con la realidad es una experiencia traumática.
Cierro los ojos pues quiero volver a caer en el sueño que tuve, en continuarlo, pero no ocurre nada. Estoy despierto. La trama de esa ficción onírica estaba protagonizada por una mujer y yo. Estábamos muy cerca y, al parecer, la abrazaba y besaba, pero como suele ocurrir en mis sueños, las imágenes que recuerdo están envueltas en una neblina que no me permite definir los bordes, dónde comienzan y terminan las cosas, los objetos, las personas o los sucesos; todas las figuras son bultos sin facciones.
¿Es esa mujer producto de retazos mal pegados de toda la tela que llevo en el inconsciente? ¿Es alguien que conocí, conozco o voy a conocer? Me molesta mi incapacidad para no tener sueños claros y envidio a las personas que los recuerdan fácil y logran dar todo tipo de detalles.
¿Cuál es la línea que separa lo que soñamos de la realidad?, ¿comparten algún territorio en común la vigilia y el sueño? No lo sé. También hay veces que me molesta eso, saber tan poco, andar siempre a tientas, en fin.
Entonces imagino que todos, como la mujer del sueño y yo, vamos flotando por la vida como cuerpos celestes, hasta que la fuerza gravitacional propia o del otro(a) hace que nos estrellemos.
Esas colisiones, catastróficas o no, son las encargadas de que todo esto, que no sabemos muy bien qué es, siga en marcha.
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