Estoy seguro de que ayer, o antes de ayer, se me ocurrió un tema al cual le podría arrancar unas cuantas palabras. Tengo una imagen fija del momento en que lo anotaba en mi libreta.
La reviso y no encuentro nada. Debí haberlo soñado o mi cabeza se lo invento de puro capricho.
Es un apunte suelto, ¿de dónde?, de la libreta, el lugar al que deberían estar sujetos todos los que se me ocurren. Imagino que debe existir un espacio a donde van a parar ese tipo de apuntes, apenas se sueltan de nuestra imaginación, de nuestro cuaderno, agenda, libreta o de cualquier lugar donde los almacenamos. Allí quedan a la espera de que alguien más los tome para hacer con ellos lo que les dé la gana; las ideas, va uno a ver, sonde todos y de nadie.
En cambio me encuentro con un apunte agarrado, que está enmarcado en un cuadro a manera de bocadillo de historieta cómica. No sé en que momento cogí la manía de enmarcar así algunos apuntes.
El apunte del que les hablo es un pequeño listado de libros que me recomendó Rosa Montero en una charla suya, Creación y Locura, a la que asistí la semana pasada. Le pregunté qué diarios de escritores recomendaba y respondió: La tentación del fracaso de Julio Ramón Ribeyro. Diario de un canalla de Mario Levrero, que empiezan así:
“No estoy escribiendo para ningún lector, ni siquiera para leerme yo. Escribo
para escribirme yo; es un acto de autoconstrucción.”
Los últimos que recomendó Montero, fueron los de Simone de Beauvoir, sus preferidos. ¡Quiero leerlos todos ya!
Anotarlo, anotarlo todo, lo que sirva y lo que no, para que ningún apunte quede suelto.
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