Javier Franco piensa que las palabras deberían venir empacadas al vacío. Le gustaría ser más como su apellido, un tipo sincero, que habla claro y sin tapujos.
Piensa eso sobre las palabras, pues le gustaría que durarán más, o bien, que utilizáramos las esenciales. Con esenciales se refiere a esas frases que permiten cerrar un negocio, convencer a la persona amada o engañar a la muerte, que respira a milímetros de nuestra nuca todos los días.
Imagina que todas las personas tienen a la mano la misma cantidad de palabras, pero que estas a veces se vencen, y el cerebro las entierra en sus profundidades, debajo de capas de miedos y obsesiones, para que no pudran otras.
Lo que Franco no sabe es que las palabras que hacen parte de las conversaciones casuales, o de los refranes, por ejemplo, no tienen tanta importancia. El mundo no se va a acabar si las personas nunca vuelven a escuchar frases del estilo: “Que clima tan feo el que está haciendo”, “una cosa es una cosa y otra cosa es otra cosa”, “¿Usted qué come que adivina?”, solo por nombrar algunas.
Pero la solución no solo consiste en desechar unas cuantas palabras. Lo que realmente preocupa a Franco, es que hay ocasiones en las que dispara palabras frescas, recién salidas del horno, disculpe usted el refrán, y son como balas perdidas que nunca impactan el lugar deseado, o no lo hacen de la manera en que pretendía.
Hablamos y escribimos, con la mejor intención, pero es imposible que todos entiendan lo que queríamos decir.
Ahí va por el mundo Javier Franco, como desamparado. Si usted, estimado lector, lo llega a ver, dígale que entiendo cómo se siente.
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