Hoy no tengo ganas de escribir.
Para no responsabilizar a mi tedio, al destino, dios, el chupacabras, en fin, lo que sea, le echo la culpa a la hora: 7:17 p.m. y a este martes con cara de domingo.
Si menciono que no tengo ganas, no debería hacerlo y ya está. Quizá solo quiero llamar la atención y dármelas de víctima, para que alguien me pregunte qué me pasa, y esperar a que me suelten una frase vacía del estilo: “tranquilo, todo va a estar bien”.
¿Por qué lo hago?, es decir, ¿Por qué escribo si no tengo ganas? Porque ayer tampoco lo hice y pienso que si lo hago hoy, evitaré una catástrofe en mi vida o en la de otra persona.
Con catástrofe, como ya lo he dicho antes, me refiero a pequeños desbarajustes, casi imperceptibles en nuestras vidas, pero tan determinantes como un balazo en la cabeza, es decir, algo que no tiene reversa, pero que desvía al cauce de la vida en direcciones inimaginables.
Lo de no escribir es solo un decir, porque hoy acabé un texto de 2700 palabras, pero no pertenece a este espacio donde hablo de lo primero que se me venga a la cabeza, y que, repito, controla que el curso de los acontecimientos de la vida no se despiporre más de la cuenta.
Sufro hoy, parece, de eso que algunos llaman El síndrome del domingo, pero como es martes, démosle un nuevo nombre: El síndrome del día festivo.
Recuerdo un domingo en el que ese síndrome tuvo un pico. Trabajaba en un lugar con un ambiente laboral tóxico y pensar que ya quedaban solo unas cuantas horas para volver me causaba un malestar, digamos espiritual.
No contento con lidiar con el tedio de la mejor forma posible, me fui a cine con mis hermanas a ver El Pianista, una película berracamente triste, que potencio la melancolía que cargaba ese día.
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