Hace dos días me topé con una librería que no conocía. Quise darle un significado más allá del trivial a ese evento, y decidí que debía comprarme un libro. ¿Qué otra razón para que la librería coincidiera conmigo en ese instante espacio-temporal? Excusas pendejas que uno se inventa para comprar libros.
Comencé a pasearme por ella, miraba los lomos, inclinaba la cabeza para leer los títulos, y cuando uno me llamaba la atención, tomaba el libro y leía su contraportada o lo abría en una página al azar para leer un fragmento a ver si me convencía; recuerdo que así di con Juan José Millás, mi escritor favorito, cuando en una feria del libro caí en una frase de sus Articuentos Completos que me hizo soltar una carcajada; pienso que si un texto logra hacer que uno se ría, ahí debemos pasar tiempo.
Comencé a hacer un repaso mental de libros de los que he oído hablar en los últimos meses, pero no me preocupé en preguntarle por ellos a la mujer que atendía, pues estaba atareada, encaramada en una escalera ordenando libros aquí y allá y solucionando las dudas de otros compradores. La luz del local se reflejaba en pequeñas gotas de sudor en su frente.
Ahí, mirando libros, pensé que en cuantos a gustos, digamos, literarios uno debería ser más arriesgado, es decir, no buscar siempre a los mismos autores que nos gustan, ni los que nos han recomendado o los que alaba la crítica, sino apostarle a la aleatoriedad. ¿Para qué?, pues para expandir los puntos de vista que se tienen y no dejar que se enquisten, en fin, para tener más miradas del mundo, inclusos si son opuestas a la nuestra.
Entonces comencé a pasear el dedo índice de mi mano derecha por encima de una hilera de libros, hasta que deje de hacerlo porque sí, y saqué el libro que tenía señalado: Lista de locos y otros alfabetos.
El título me gusto, pero lo hojee un poco y no me convenció.
Espero poder afinar la técnica el año que viene.
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