En
estos días, un pasaje de una novela me hizo acordar de una profesora que
tuve en tercero de primaria que se llamaba Beatriz. Ella era alta (debía medir más de 1.70),
tenía varias canas y una voz chillona.
Beatriz
tenía una forma muy particular de llamar la atención del curso, cuando este se
encontraba inmerso en un desorden completo. De un momento a otro, al agotar
sus recursos pedagógicos, agarraba una regla de metal entre sus dedos y la
golpeaba contra el escritorio como si estuviera picando una cebolla
a toda velocidad.
El
ruido que lograba hacer con ese acto era ensordecedor y sumado con su voz
chillona, era casi un combo mortal. Ella también parecía estar siempre
con el pecho congestionado. Una imagen que desearía no tener grabada en
mi memoria es que, en ocasiones, cuando tenía mucha tos, no le importaba
realizar ese ruido gutural, que casi parece de ultratumba, para luego escupir en la
caneca del salón.
Beatriz
también vivía quejándose de sus venas varices, pero a pesar de eso no recuerdo
haberla visto nunca con zapatos planos; siempre vestía de sastre y
tacones.
En mi
colegio la cancha de fútbol más cercana a los salones de primaria, era de cemento, y tenía,
como cualquier cancha de fútbol de colegio, la capacidad de
soportar más de tres partidos al mismo tiempo.
Un
día Betriz tuvo la mala idea de caminar en medio de la cancha en pleno
recreo. Alguien, en medio de ese desorden era imposible identificar al
agresor, le metió un tradicional taponazo a un balón mientras ella iba pasando,
el cual deafortunadamente hizo impacto en una de sus pantorillas.
Todavía
recuerdo los gritos de dolor de Beatriz, quién quedó tendida en el suelo.
Creo que al rato, como niños, le restamos importancia al episodio y continuamos
jugando.
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