El año pasado comencé a escribir algo para una mujer que me gustaba. Finalmente el texto nunca vio la luz, es decir, yo fui el único que lo leí y nunca lo terminé. Un par de meses después de haberlo escrito lo volví a leer y me pareció que estaba lleno de clichés, vainas cursis y lugares comunes, así que lo destiné a la papelera de reciclaje; en otras palabras lo maté en medio de su gestación.
¿Qué pasará con esas palabras que queríamos que otros escucharan, pero que finalmente nunca entregamos, bien sea de forma oral o escrita? Esta es una pregunta que parece no tener respuesta, pues resulta imposible saber si esas palabras, ya olvidadas, iban a tener la fuerza suficiente para cambiar el curso de los acontecimientos.
En ocasiones no pasa nada con matar las palabras, otras veces, por decencia o hipocresía, lo hacemos para no meternos en problemas y luego el remordimiento nos taladra la cabeza una y otra vez.
Tal ves lo mejor es dejar reposar las palabras, no matarlas, sino más bien retenerlas, darles vueltas, editarlas, borrarlas, tacharlas, cambiarlas, buscarles el sinónimo, adjetivo o tiempo verbal adecuado y volverlas a escribir o hablar.
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