“Dejen de publicar tanta maricada. No me importa saber lo que ocurre en sus vidas”, escribió Liam Yannis y luego pinchó el botón de publicación.
¿Qué pretendía con ese arranque de rabia, ese grito dirigido a ese espacio lleno de voces, pero a la vez vacío que es Internet? Evidenciar su molestia. Estaba harto de enterarse, minuto a minuto si fulanito, zutanita, Menganito o Perencejo estaban felices o tristes, hacia donde habían viajado, qué habían comido, de sus conteos regresivos de días para quien sabe qué (“morirse” solía pensar), cuáles eran sus últimos “logros”, o lo que se les ocurriera publicar.
Yannis sabía su acto se convertía en paradoja, pues el simple hecho de dejar constancia que no le interesaba saber en qué andaban sus pares evidenciaba que había visto alguna de sus publicaciones y que si no se había preocupado en alabarla, si lo había hecho para indignarse y despotricar.
El día anterior había leído una columna de opinión bien escrita pero venenosa que trataba el tema. “¡Sí, así, es!” Había pensado Yannis al leer el texto, pero en el fondo sabía que era un tema simplón, una salida fácil del autor, producto quizá de un plazo de entrega apremiante o simple pereza; un lugar común en el que muchos, igual que él, se atrincheraban para criticar al resto de la humanidad.
Lo mejor sería escarbar los motivos de ese comportamiento, conocer las razones de ese afán de reconocimiento que llevamos encima y que aplica para lo que sea que hagamos, pero Yannis carece de conocimiento, o bien ganas para emprender esa tarea.
Su celular vibró y sonó. Una descarga de dopamina le noqueó la región del cerebro encargada de procesar la aceptación social. A María, Jacinto y a otras cinco personas, les agradaba su publicación.
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