Arrimo a la caja para pagar unos tomates. En el momento de mi turno una señora, con una cartera roja al hombro y una pañoleta en la cabeza, se acerca y pregunta: “¿Acá hay administrador?”.
Está de mal genio. La cajera la mira entre asustada y asombrada y, sin obtener respuesta, la mujer le da quejas y le explica la razón de su mal genio y para qué busca a la persona por quien pregunta.
“Es que imagínese. Iba a pagar yo en esa otra caja—La señala enérgica con el índice de la mano derecha— “¿Cuál?” pregunta la cajera. “Esa, la número 6, y la niña tenía…”, hace una pausa para preguntar: “¿Cómo llaman ustedes esto, donde pone uno los productos?” Nadie le responde, nadie, imagino, lo sabe.
“La niña tenía sucio eso, no sé, reguero de algún producto o algo. Entonces yo le dije que si no podía limpiarlo con un trapo que tiene ahí encima (vamos a llamar “encima” a aquel sector misterioso donde todos ubicamos los productos antes de pagar por ellos, y que nadie sabe cómo se llama).
“¿Y sabe qué me respondió?” preguntó la señora, lanzando, al parecer, la pregunta hacía los demás empleados que se habían acercado a chismosear, hacía el resto de clientes, o bien, hacía la galaxia, el universo, o el multiverso del cuál hacemos parte, como exigiendo una respuesta. “Me dijo que el trapo estaba igual de sucio y que si no me gustaba esa caja podía hacer fila en cualquier otra.
“No, es que no hay derecho” concluyó justo después.
La cajera me factura los tomates, los pago y la señora aún continúa con la discusión acerca del trapo sucio.
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