El año pasado escribí una historia, en primera persona a manera de confesión, sobre un tipo que se quedaba sin trabajo. En el primer segmento el personaje narraba todas las desgracias que lo habían conducido a su actual estado de desempleado.
En cierto momento al hombre se le acaba casi todo el dinero y ya no tiene como comprar comida, así que decide vivir de las muestras gratis de comida que dan en los supermercados.
Me acordé de esa historia porque hoy en el supermercado, un hombre con un gorro de chef y un delantal con cuadros de colores, me ofreció fondue de queso. No suelo aceptar esas muestras, pero hoy tenía algo de hambre y el queso derretido se veía delicioso.
En la sartén que lo había calentado ya quedaba muy poco producto, así que lo recogió con una espátula y se lo zampó a una rebanada de pan francés que luego desaparecí en dos mordiscos. El hombre, el chef, el señor que ponen a hacer eso, vio que disfruté la muestra y me ofreció otra. En honor al personaje de mi historia se la acepté y ahí fue cuando atacó sin piedad alguna:
“Está rico, ¿cierto?”
“Si”
“¿No le gustaría llevarlo?, hoy este producto está a la mitad del precio normal, además es importado”
Me quedé callado uno segundos. Quería llevarlo, pero me molestaba que no hubiera estado en la lista de cosas que iba a comprar
“Bueno está bien, le dije”, al tiempo que tomaba una caja.
“No se va a arrepentir. Le aconsejo que cuando lo haga le heche un poquito de crema de leche para que suelte mejor y también le puede echar pollo desmenuzado o pasta”
Nunca se me había pasado por la cabeza lo de la pasta y, por mi expresión, el chef de supermercado concluyó: “pruébelo y verá”.
Al rato, en la caja registradora, el último producto que paso es la caja de fondue; apenas la cajera lo marca le pregunto el precio y no presenta ningún descuento.
“Este no lo voy a llevar” le digo. Nunca le voy a echar pasta a un fondue de queso.
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