Hablo de la de mi escritorio, en la que me siento para escribir. La primera que tuve fue una muy vieja que le había pertenecido a mi padre. No se le podía graduar la altura, y recuerdo que tenía unos resortes a la vista, y chirriaba de forma violenta con el más mínimo movimiento, como si uno estuviera torturando a unos seres miserables de otro mundo. Me deshice de ella, un día en el que me incliné hacia atrás, para desperezarme, supongo, y di una voltereta que terminó en un porrazo muy fuerte; había cumplido su ciclo.
Lo único que conservo de esa silla es el cojín, de color caqui, y quién sabe qué tipo de espuma lleva por dentro, pues es demasiado cómodo y no se ha deteriorado con el paso de los años.
La que tuve hasta hoy es muy enclenque, apenas tiene una estructura y parece que un fuerte viento la puede hacer volar por los aires. De un tiempo para acá me comenzó a doler la espalda cuando pasaba mucho tiempo en ella, y caí en cuenta que se debía a que quedaba un espacio entre mi espalda y el espaldar, un hueco maldito que me forzaba a adoptar una postura incomoda, que desencadenaba un dolor de espalda el cual, muy posiblemente, también desencadenaba dolores de cabeza. La solución que encontré para ese problema fue utilizar una de las almohadas de mi cama que primero ubiqué de forma vertical y luego horizontal en el espaldar, pero al poco tiempo se estripaba y hacía sus veces de hueco fantasma.
Hoy no me aguanté más eso, y es que uno tiene que invertir en uno, en lo suyo, en lo que le gusta, y si paso gran parte de mi tiempo escribiendo, debo hacerme un buen ambiente de escritura, y todo lo que eso involucre y, sin duda, la silla es fundamental.
Al almacén que fui tenían todas las sillas, alrededor de unas 20, para escritorio en un pasillo por el que soplaba una fuerte corriente de viento, como si un pequeño torbellino hubiera entrado en el almacén y se hubiera quedado atascado en ese lugar; miré hacia el techo a ver si pasaba volando mi silla ya vieja, digamos, pero no, seguía en casa, quizá triste al verse relegada a la categoría de "mueble viejo".
Me senté en todas, menos las últimas 5, forradas en cuero, que parecían de sala de juntas o de mafioso italiano, pues me parecieron exageradas y suntuosas. Finalmente me decidí por una de color negro, en la que mi espalda queda totalmente pegada al espaldar, podría decir que la silla y yo nos convertimos en uno, o alguna pendejada similar, pero mejor no. Ya les estaré contando como me va con mi nueva silla.
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