No recuerdo cuál fue el horario del apagón en Colombia, pero tengo clavada en mi mente una imagen de estar, con mi madre y hermanos, a las 6 de la tarde sentado en la mesa de la cocina, escuchando La Luciérnaga, con la poca luz que le quedaba al día. Poco a poco las sombras de los objetos se iban inclinando hasta que la oscuridad se lo tragaba todo.
Como la mayoría, supongo, saben, hace poco hubo una alerta por los niveles de contaminación del aire en Bogotá y se restringió el uso de carros. En la novela Lagrimas en la lluvia de Rosa Montero, que transcurre en un futuro donde, obviamente, el planeta presenta superpoblación y los recursos escasean, el aire puro se ha convertido en un lujo al que solo pocos pueden acceder.
De pronto no estamos tan lejos de eso, y en algún momento algún empresario se le ocurrirá la “maravillosa” idea de privatizar el aire, de ver de qué forma se le puede sacar provecho económico a ese combustible del que dependen nuestras vidas.
Hace un tiempo vi una película en la que una mujer, hija de un científico de renombre, se quedaba en la tierra, mientras todos habían emigrado en una nave espacial. La mujer vívia en una especie de domo, en el que había cultivos hidropónicos, agua y suministros para sobrevivir por mucho tiempo.
Hablo acerca de esta película, porque el aire también tenía un papel importante. En el escenario planteado, había pocas zonas que quedaban con aire puro y cada vez que la mujer iba a la ciudad en una cuatrimoto, usaba mascara anti-gas.
Poco a poco las zonas de aire puro se iban reduciendo y la manera en que la mujer sabía si todavía estaba a salvo en el lugar donde vivía, era por una llama de color azul de una pipeta en la entrada de su hogar. Si esa llama cambiaba de color significaba que el aire ya se había contaminado.
¿Para cuando el primer recorte de aire?
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