Llega ese momento en el que me siento en el escritorio, y en el que me tomo unos minutos para pensar en eso que estoy a punto de escribir, es decir, en esto que estoy escribiendo.
Ya he contado que muchas veces, como hoy, no tengo ni idea qué voy a escribir. Eso es algo que me frustra un poco, pero ahí me quedo mirando a la nada, a ver qué se me ocurre. En mi caso esa nada es una pared de color azul a la que da el escritorio de mi cuarto, y sobre la que se refleja la sombra de los objetos que lo ocupan: Una lampara, un vaso plástico del Hay Festival con jugo de mandarina, un tarro de Vick VapoRub y un rollo de papel higiénico. algo triste. a punto de acabarse; estos dos últimos objetos evidencian una gripa que estoy incubando desde hace ya varias semanas y que se niega a hacer presencia de forma plena; aparece aquí con una seguidilla de estornudos, en otro lugar con ligeros dolores de cabeza y así.
Alguna vez leí que el color azul calma la mente, baja la presión sanguínea y la frecuencia de la respiración; es fuerte y confiable y se asocia con confianza y estabilidad. Parece entonces que la pared de mi cuarto es una nada que apacigua.
Pero estaba hablando de lo de no saber qué escribir, ¿cierto? Hoy pensé en este momento y me dije a mi mismo: “mi mismo, para evitar mirar la pantalla en blanco o la nada azul tranquilizadora, vamos a escribir algo, lo que sea, en tres diferentes momentos del día, una especie de inicio, nudo y desenlace, a ver que sale”.
Finalmente fue algo que no hice y me quedé sin saber de qué iba a tratar el experimento del escrito por partes, y si era una historia, o una mísera y desalmada opinión.
No sabe uno a dónde se van esos escritos, digamos, desperdiciados y si podremos acceder a ellos en otro momento, cuando definitivamente deciden salir de su escondite, o si simplemente se transforman en las palabras que escribimos en un correo electrónico, las que le decimos a alguien o en pensamientos.
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