A veces me dan ganas escribir una historia sobre un tema, una idea o una imagen que me llama la atención, pero no sé de qué va a tratar, ni mucho menos cómo comenzarla.
Cuando eso ocurre, y si las ganas persisten, trato de imaginar un personaje. Dicen que sin conflicto no hay historia, pero para poner en marcha es mecanismo alguien tiene que estar relacionado a ese conflicto. Luego le doy un nombre y lo ubico en cualquier situación, la que sea. La idea es imaginar que hace algo, qué sé yo, caminar desde su cuarto a la cocina para fritar un huevo. Con esa primera imagen escribo, si acaso, una línea o un párrafo pequeño: “Pedro sintió mucha hambre, se paró de su escritorio y se fue a la cocina a fritar un huevo”.
Hasta ese momento no tengo ni idea de cuál va a ser la trama de la historia, pero ahí se queda flotando el personaje. Es una imagen algo triste, digamos, porque está completamente solo, sin historia, otros personajes o recuerdos. Solo con su nombre y un poco de acción.
Lo dejo ahí y trato de olvidarme de la historia, siempre hay una, y a veces los personajes se mueren porque no se me ocurre nada digno qué contar acerca de ellos; cuando digo mueren, me refiero a que solo lo hacen en mi cabeza, pues supongo que ellos, apenas se dan cuenta de mi inhabilidad para contar lo que les pasó, se van a ocupar los pensamientos de otra persona, sin importar si les gusta escribir o no, y lo pueden hacer no solo en forma de personaje, sino a modo de angustia, obsesión o recuerdo, en fin, son extraños los personajes.
Cuando ocurre lo contrario, cuando me depositan su confianza y se rehúsan a abandonar mi cabeza, aparecen en ella como fogonazos a lo largo del día, y me dejan ver un poco quiénes son, qué buscan, qué los mueve, y eso es lo que me ayuda a descifrar la trama de su historia. Cuando eso ocurre, es ahí cuando vuelvo a ese primer párrafo que había escrito, y como ya no somos extraños, dejo que me cuenten eso que les pasó sin juzgarlos.
A veces me pasa eso.
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