De pequeño andaba muy solo. En sus primeros años de colegio los otros niños lo tildaban de raro y lo hacían a un lado sin mucho esfuerzo, pues en los recreos se la pasaba pegado al césped de un claro en medio de unos árboles, mientras sus compañeros corrían detrás de una pelota en la cancha de fútbol. Al principio lo molestaban, pero apenas se daban cuenta de que no les prestaba atención lo dejaban solo.
En ese entonces le intrigaba el pasto. Se preguntaba a qué velocidad crecía y por eso lo miraba de una manera en la que casi no pestañeaba. Para su tarea había inventado un sistema de medición con las falanges de sus dedos. Pero nunca, en alguna de sus observaciones de 30 minutos, pudo comprobar si el pasto crecía mientras lo miraba.
La temporada de vacaciones le producía ansiedad, pues sabía que de un día para otro debía dejar sus mediciones. Estaba claro que podía seguir con su experimento en cualquier otro césped, pero por alguna razón era del colegio el que lo atraía. Además, los jardineros no le prestaban mucha atención a ese espacio y lo mantenían descuidado. Eso, pensaba, le permitía llevar una medición rigurosa por sectores, que anotaba en una pequeña libreta azul. Así podía enterarse si había cambios significativos en la altura del pasto. Irse de vacaciones significaba entonces volver a empezar de nuevo todas las mediciones, pues durante ellas siempre podaban el claro.
A medida que fue creciendo su fijación por el crecimiento del pasto fue pasando hasta desaparecer por completo.
Pero desde la semana pasada anda inquieto pues, de un momento a otro, comenzaron a intrigarlo las uñas de sus manos, que mira embelesado a ver si logra captar el momento exacto en que estas crecen. Ahora las yemas de los dedos le duelen porque la semana pasada se las corto muy pequeñas, pues cree que de esa manera va a poder tomar mediciones exactas.
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