A veces uno se cruza con personas a las que nunca escucha hablar. Yo, por ejemplo, me encuentro seguido con Rick, en el pasillo de la entrada de mi edificio. Así decidí llamar a ese hombre, en un impulso de asociar su cara con un nombre.
Ese sujeto, Rick, o Juan, Pedro, Carlos, llámese como se llame, es un hombre de barba desaliñada, que siempre lleva audífonos en las orejas, una gabardina oscura y botas negras.
Tengo entendido que vive con su madre y baja a fumar a la portería. Supongo que ella le tiene prohibido hacerlo en el apartamento.
El otro día por fin escuché su voz, pero ya olvidé su timbre. Coincidimos ambos en la entrada del edificio, cuando Simón, el celador, no estaba ahí.
“Aghh este man nunca está en su puesto”, dijo Rick, pero no se dirigió a mí, sino más bien fue un pensamiento que se le escapó en voz alta.
Lo miré, pero no para darle la razón con un gesto cualquiera, sino solo para que supiera que sus palabras habían alcanzado un destinatario, si acaso eso era lo que quería. Además, no tenía forma de darle la razón, porque no visito con tanta frecuencia la portería, como para saber si su afirmación era cierta o no.
Luego de su frase reinó un silencio tenso. “¿Debo decir algo, complementar su frase de alguna manera?”, me pregunté, pero no se me ocurrió nada. Acto seguido me puse a tararear una canción mentalmente, hasta que el celador apareció caminando de afán y accionó el mecanismo que abre la puerta, desde un control remoto que lleva en uno de los bolsillos de su pantalón.
Rick haló la puerta fuerte, quizá con algo de rabia, pero se quedó quieto. Como no se movía, aproveche para colarme por ella y salir antes que él.
Luego vi como Rick, que ese día llevaba un pocillo negro en sus manos, se sentó en las escaleras que dan hacia la calle, sacó un paquete de cigarrillos de su gabardina y se puso uno en la boca. Luego, antes de prenderlo, se puso a mirar el celular, tal vez buscando el playlist “Canciones para fumarse un cigarrillo.”
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