Hace poco escribí algo que tiene que ver con esto, y otra vez caigo en este tema sin haberlo previsto. Si me decido a escribir sobre él, es porque creo que a esos gritos que salen del subconsciente hay que prestarles atención.
10:17 a.m.
Miro la pantalla, pero no soy consciente de las letras que están en ella. Mi cabeza está en otro lado; como cuando uno mira un punto fijo en una pared o en la distancia, pero tiene su mente en otra parte: un recuerdo, el almuerzo, una epifanía, la persona que le gusta, yo qué sé.
Ese lugar en el que estoy es una pregunta con cara de sensación: ¿Por qué no mejor me pongo a leer? Pienso en eso, porque ayer, en la noche, tenía ganas de hacerlo, pero un dolor de cabeza leve, pero constante, hizo presencia todo el día, y los muy perros tienen una gran facilidad para convertirse en migraña en un parpadeo.
“Mejor vea televisión un rato y ya”, me dijo mi yo por la noche, así que le hice caso y prendí el televisor, pero al rato, sin ni siquiera canalear un poco, lo apagué, junto con la lámpara que utilizo para leer, y me eché a dormir.
Creo que tomé la decisión adecuada, pues hoy me desperté sin rastros del dolor de cabeza, pero también noté la ausencia, si se puede decir, de no haber leído ayer en la noche.
Cuando no escribo, pienso que algo se desbarajusta en el curso de la vida, por lo menos en la mía. Bradbury decía que uno debe emborracharse de escritura para que la realidad no lo pueda destruir. Caso contrario los venenos de la vida comienzan a acumularse y nos conducen hacia la muerte, la locura o ambas cosas.
Imagino que cuando uno deja de leer ocurre algo similar. En este caso siento que las letras que no me empaqué ayer me están haciendo falta, por eso ese arrebato de ganas de leer.
Al final no lo hago, porque estoy trabajando, porque hay que ser responsable en fin, por todo ese deber ser de las cosas que a veces sabe un tanto a mierda, en fin. Pero hoy, más tarde, así haya lluvia, vendaval o terremoto en mi cabeza, me pondré al día con mi dosis de páginas diarias.
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