Parece que de donde proviene el ruido los parlantes están a punto de reventar.
Lelo-Lelo-Lelo-Lelo-Lelo-Lelo-Lelo-Le
Jupa, Jupa, Jupa, Jupa, Jupa, Jupa, Jupa, Je.
Imagino a un hombre y una mujer enfrentados y contorsionándose, poseídos por la música, el trago y el ambiente de fiesta, mientras doblan sus rodillas para comenzar a bajar, al tiempo que mueven los brazos como si sufrieran un ataque epiléptico; todo por rendirle homenaje al Dios del mapalé.
Los imagino y me da como pereza. Imagino que con el paso del tiempo mis niveles de enfiestarme han disminuido drásticamente. Luego llego la pandemia para rematarlos y consolidarme en ese ser aburrido que soy.
Pero también me da pereza porque nunca me ha divertido bailar. Cuando lo hago es para no desentonar en fiestas o reuniones, pero es una actividad que no me causa placer.
Si de levantar se trata, está claro que para mí por ahí no es. Además, a mí pónganme un vallenato o un merengue para dar vueltas como un tarado, pero si se trata de salsa ojalá que suene cuando estoy sentado.
Creo que solo bailo bien cuando estoy tomado, pero probablemente no es así y solo hago el ridículo, pero a uno en ese estado no le importa casi nada.
Recuerdo que en la celebración del día del amor y la amistad en una empresa que trabajé, llevaron a la oficina un conjunto vallenato, y que ese día tenía unos buenos tragos en la cabeza. Conmigo trabajaba Viviana, una mujer atractiva con la que escasamente cruzaba el saludo. Ese día el licor en mi cabeza me dio el ánimo para sacarla a bailar y casi no la solté en toda la noche. Ella reía, y parecía contenta de haber encontrado tan buen parejo de baile. A lo mejor estaba igual de tomada que yo, quién sabe.
Un niño alemán o chino siempre tendrá otros valores a los cuales aferrarse.
El colombiano probablemente no. Desde muy temprano en la vida hay
que jugarse el futuro en la pista de baile. Y ese niño no necesariamente
tiene un talento que le viene por naturaleza.
–Clases de baile para oficinistas–
¡Ay, Dios mío!, que bonito es, sentirse enamorado. Tener a la persona que uno quiere, siempre a su lado.
La rumba, allá a lo lejos, continúa.
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