Hace sol, pero no está picante y lo acompaña una leve brisa.
Me siento en una mesa a la sombra de un árbol, saco el Kindle, lo prendo y le doy un sorbo al capuchino que compré.
Me sabe bien. Parece que tiene la justa medida de café, leche y espuma. Comienzo a leer y me deslizo fácil en la lectura. Las páginas que leo parecen estar plagadas de verdades, las cuales releo como intentando memorizarlas.
Me doy cuenta qué ocurre. Experimento lo que yo llamo un momento sublime, es decir, un fragmento de vida en el que todo cobra sentido, y cualquier tipo de angustia se desvanece por completo.
El escritor francés Romain Rolland llamó a esos estados momentos oceánicos, que no son más que instantes de vida repletos de intensidad, en los que parece que las células del cuerpo se expanden y fusionan con las demás partículas del universo.
Ahora me fijo en una pareja a dos mesas de la mía. La mujer esta de frente y el hombre me queda de espaldas. Me parece que ella tiene una cara bonita, o más bien proporcionada. Alguna vez escuché eso en un programa de televisión: que si una cara nos parece llamativa es porque las proporciones y distancias entre sus elementos (ojos, nariz, boca, pómulos frente, etc) guardan distancias correctas.
El hombre es el único que habla y la mujer escucha atentamente si ninguna expresión en su cara. A ratos parece que fuera un maniquí.
Imagino que son novios y ella le está terminando, mientras el hombre despliega todo su arsenal narrativo para intentar salvar la relación.
Miro hacia otras mesas y veo a otras parejas y algunos grupos de personas conversando. Me parece extraño que mientras uno experimenta calma total, quienes nos rodean se pueden estar jugando la vida con sus palabras.
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