Un hombre que sale de un edificio lleva puesto un blazer de cuadros blancos y negros pequeños, una camiseta azul, lentes oscuros, barba rala y una sonrisa fulminante, que opaca el resto de sus prendas o accesorios.
Mira el reloj de forma distraída, como si no tuviera afán de llegar a ningún lado, y se lanza a la calle a lo que sea que tenga que hacer.
Me aventuro a imaginar que está en la cima del mundo, en la suya por lo menos, que todo le ha salido bien en la vida y que no carga con más preocupaciones que decidir en qué restaurante comer o cómo gastarse su fortuna.
Entonces llegan a mi mente imágenes de películas donde él o la protagonista camina por el centro de una gran ciudad, a medio arreglar porque salió de afán de sus casas y con un vaso de café en sus manos.
A veces fantaseo con escenarios de ese tipo. Yo en una mega urbe, digamos NY, caminando de afán por las calles porque tengo que llegar a la sala de redacción de de The New Yorker, revista en la que ocupo un cargo importante.
Pero al rato le encuentro peros a esa fantasía, pues que pereza tomar café caminando de afán, en vez de sentado viendo pasar la gente, uno de mis deportes favoritos.
La descarto y pienso en otra: el novelista que anda con su portátil debajo del brazo. Cambió de ciudad y me voy a Dublin. También camino, pero no de afán, buscando cafés para sentarme a escribir.
Pero no sirvo para ese rol. No me refiero al de escritor, sino al del escritor que escribe en cafés. Es un plan que he hecho un par de veces, pero no lo disfruto porque siempre pienso que un ladrón me está estudiando desde algún lugar, para ver en qué momento se puede robar mi máquina. También me da una pereza infinita desconectar el cable HDMI, el del Kindle, junto con el cargador.
De pronto si es así y no me he dado cuenta, o he visitado cafés que no crean esa atmósfera tan propicia para crear.
Entonces aquí sigo sin ocupar un puesto importante en una revista y sin ser novelista.
¿Qué le vamos a hacer?
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