Hoy no tengo ganas de escribir.
Es mi culpa por no haber dedicado, en medio de mis ocupaciones, un par de minutos a pensar sobre qué tema hacerlo.
Debe ser porque es lunes. Últimamente los lunes me están dando en la cabeza, pues como ya les había comentado en esta entrada (que precisamente escribí el primer día de la semana), los siento viscosos.
Una vez, salí con V. por un par de meses. En una ocasión en un bar, celebrando el cumple de yo no sé quiensito, se me ocurrió contarle a uno de sus amigos que tenía un blog en el que escribía seguido sobre lo que fuera.
“¿Para qué?”, me pregunto con cara de asombro, como si yo fuera un bicho raro. La mayoría de amigos de V. me parecían tarados, es decir, como falsos y que solo vivían de las apariencias.
No recuerdo que le respondí, seguro nada y cambié el tema o lo dejé solo solo y me fui con mi cerveza a otro lado.
No logro entender porque algunas personas creen que todo lo que se hace debe tener un fin más allá de que a uno le guste hacerlo porque sí, porque le brinda tranquilidad o le da la regalada gana.
Muchas veces me he sentado, como hoy, a juntar unas cuantas palabras con un tedio que parece sobrepasar las ganas de hacer cualquier cosa, pero igual lo hago porque sé que escribir me relaja, que contar cualquier cosa, como que vi pasar una mosca, elimina ese efecto de viscosidad del que les hable, en fin, que aligera mi vida y eso es bueno, porque he llegado a la conclusión de que lo más importante en la vida es estar tranquilo.
Esa, imagino, será mi respuesta cuando algún otro tarado, tarada, tarade, taradx, tarad@, me pregunte con el rostro retorcido “¿Para qué?”, después de contarle que escribo seguido.
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