Pedro Bayona se despertó aturdido de una mala siesta, una de esas en las que no se sabe si en realidad se durmió o solo fue cuestión de cerrar los ojos por unos cuantos minutos. Cree que lo que lo sacó del sueño o estado de adormecimiento fue el ladrido un perro. Quizá sí se alcanzó a quedar dormido, porque lo único que escucha ahora son los carros que pasan por la avenida Libertador.
De ser así fue un sueño extraño, lleno de sombras e imágenes inconclusas que lo dejó aturdido. Quizá esa sea la razón por la que ahora siente la realidad algo grumosa.
A Bayona le parece que esos carros que pasan por la avenida Libertador van a toda velocidad, más de la permitida. Personas que, a diferencia de él, tienen un día lleno de ocupaciones y necesitan llegar a un destino lo más rápido posible. Personas que no se toman ni un segundo para mirar el cielo e intentar descubrir qué forma tienen las nubes. Las envidia y compadece al mismo tiempo.
Se pregunta si no será otro, si por alguna razón despertó en otra vida. Otra vida en la que sigue siendo el mismo, pero ya no es Bayona, sino Álvaro González, por decir cualquier nombre. “¿Quién seré?”, se pregunta.
La realidad, según parece, sigue siendo la misma, es decir, su apartamento luce igual y hace poco se asomó por la ventana y las cosas que ve siempre siguen en su sitio. Ahí está el árbol en el separador, la caseta del vigilante, el edificio que colinda con el suyo, pero Bayona o González sabe que nunca es bueno fiarse de la realidad por más sólida que parezca. Que lo mejor es frecuentarla, pero no pasar todo el tiempo en ella.
Decide ir al baño a echarse agua en la cara a ver si esa acción le quita la sensación de extrañeza que lleva encima. La gente dice que el agua siempre ayuda, que por eso es bueno llorar o visitar ciudades con mar. Quizá, piensa Bayona, también por eso a uno le ofrecen un vaso de agua si se siente mal, si tuvo un susto o si se atora. El agua como cura.
Apenas sale del baño decide ir a la cocina para preparar un café. Si hay algo que lo puede traer de vuelta de donde sea que este es la cafeína. Eso piensa Bayona, pero siente que muchas veces, la mayoría, está equivocado.
Después de poner la cafetera en la estufa y prender el fogón, suena el teléfono.
Los primeros timbrazos parecen lejanos, como si fuera un ruido que desconoce. El cuarto le hace poner un pie en la realidad y corre a contestar.
“¿Alo?”
“Hola”
“¿Quién habla?”
“¿Cómo que quién habla? Déjate de pendejadas Pedro. Llamo a avisarte que hoy llego tarde”
La mujer está de mal genio. Es Marina, su esposa, pero suena diferente. Quizá ese síndrome de otredad no solo le ocurre a él sino a cualquiera en el momento menos pensado. Por eso es que algunas personas nos parecen tan idiotas en ciertos momentos, pues son otros con los que nunca hemos tratado.
“Bueno”, responde dejando escapar el aire.
“Te quiero”, concluye al segundo, pero la mujer con la que hablo ya le había colgado.
La cafetera anuncia que el tinto ya está listo. Va la cocina cmindo despacio y se lo sirve en su pocillo preferido, uno rojo con la oreja desportillada. Luego del primer sorbo siente que los bordes de su existencia son más sólidos.
No sabe si eso es una buena o mala señal. "Mejor seguir desconfiando de la de la realidad", piensa.
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