La alarma del celular vuelve a sonar. Me recuerda que ya pasaron esos cinco minutos en los que, se supone, debí haber descansado. No es así, sigo adormilado. Podrá pasar esta vida y otra más y la transición del sueño a la vigilia me seguirá pareciendo un evento algo traumático.
Me pongo de pie y siento un ligero dolor de cabeza en el costado izquierdo. De pronto el movimiento fue muy rápido y la sensación se debe a eso. No pienso dejarle tomar ventaja, así que voy al baño abro el grifo del lavamanos y meto la cabeza debajo del chorro de agua. El frío como analgésico no falla. El agua siempre se lleva todo.
Minutos después estoy en la cocina. Alisto la cafetera italiana, el pocillo que voy a utilizar y saco la bolsa de café. La abro y aspiro el olor. ¡Dios, Que bien huele! Si un orgasmo se pudiera dividir en pequeños componentes, seguro el olor del café sería uno de ellos. Preparar café es mi momento Zen. Alistar la cafetera, medir el café y el agua y prender el fogón de la estufa, son acciones cargadas de tranquilidad, de presente. No hay forma de desfasarme hacia el nostálgico pasado o el ansioso futuro.
Mientras el café se prepara busco con qué lo voy a acompañar. Me decantó por un pedazo de mantecada y una bolita de helado de vainilla con trozos de frutos rojos. Se me hace agua la boca de pensar cómo será la combinación de esos sabores con un sorbo de tinto.
La cafetera comienza a regurgitar, sonido celestial ese. Apago la estufa me sirvo el tinto y no me aguanto las ganas de darle un sorbo antes de llevarlo a la mesa de la terraza.
Me quedó en el punto que quería. Justo en el filo del amargo que me agrada. Luego, ya sentado, me zampo una cucharada de helado y mantecada y luego le doy un sorbo al tinto.
Durante los segundos que dura la combinación de sabores en mi boca experimento el nirvana, un breve instante de iluminación en el que el que siento mi vida en perfecto equilibrio.
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