Antes de visitar una librería entro a un Juan Valdez a tomar algo. Compro un capuchino, una porción de torta y cuando voy a dejar la barra, me aseguro de tener bien agarrado mi pedido.
El lugar está repleto, pero logró ocupar la última mesa que está libre. Al frente, a un par de mesas, una mujer de pelo negro largo, gafas de marco grueso y una nariz respingada de campeonato, teclea en su portatil con furia. Me parece bellísima, pero dejo de mirarla para no pasar por freaky, y porque debo descargar mis cosas sobre la mesa.
Pongo el vaso y la mochila, pero no sé qué movimiento hago y el primero comienza a temblar. Todavía tengo el plato de la torta en una mano y cuando lo voy a dejar sobre la mesa, veo cómo el vaso se ladea por completo y comienza a caer.
Todo pasa en cuestión de segundos, pero yo lo veo en cámara lenta. La tapita va a proteger la bebida y solo se va a regar un poco, pienso, pero Murphy hace presencia y cuando el vaso toca el piso, la tapa vuela por los aires y se riega sobre el piso hasta la última gota de capuchino. Todo ese espectáculo decadente seguro evita que la mujer atractiva que les mencioné, se convierta en la madre de mis hijos.
Levantó la cara como si nada y me dirijo de nuevo a la barra para contarles el desastre que acabo de hacer. Muero por probar una gota de café, así que vuelvo a hacer la fila para comprar otro, y cuando es mi turno, la cajera me mira extrañada. Solo atino a decir: “boté todo mi café”. Cuando estoy listo para ordenar otro, la barista que me había preparado el anterior se acerca a nosotros y dice: “tranquilo, no tienes que pagar nada, ya te estoy preparando de nuevo tu bebida”.
Como decía un amigo de la familia: Media pal bobo.
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