Ayer, a eso de las 5 de la tarde, me puse a leer. Acomodé las almohadas contra la pared, prendí la lámpara, dirigí su haz de luz hacia la pantalla del Kindle y comencé. Al rato esa posición me cansó, o bien me aburrió, y acomodé el aparato contra el mueble modular que se camufla en mi cuarto como mesa de noche. Luego me recosté de medio lado.
Pestañeé y al abrir los ojos la pantalla no estaba encendida. No sé por cuánto tiempo me quedé dormido; imagino que no mucho, porque cuando miré por la ventana, la luz del día no había cambiado. Luego, como el sueño apuñaleó los acontecimientos, decidí dormir, pero programé la alarma del celular para que sonara una hora después.
Caí en un estado de duermevela confuso, y cuando sonó la alarma, no estaba seguro de si había dormido o no; supongo que sí porque estaba medio borracho.
Luego ocupé mi tiempo con nimiedades que no viene al caso mencionar, hasta las 9 de la noche, hora en la que me senté a dibujar. Como había almorzado tarde, todavía no tenía hambre, pero igual prometí prepararme algo más tarde.
Conecté los audífonos, busqué un playlist llamado “Varios”, me los puse y comencé a dibujar. Cuando realizo esa actividad, a veces, como me ocurrió, el tiempo se contrae y los quince minutos que pensé llevaba haciéndolo resultaron ser dos horas.
Me puse de pie, fui a la cocina y me comí unos platanitos de sal y un chocoramo—aprovecho para pedir disculpas a los dioses de la comida saludable—, y luego, cuando llegó la hora de dormir, casi al filo del siguiente día, decidí leer, porque la vida es muy cortica.
Luego, cuando por fin llegó el momento de dormir, cerré los ojos, me gire hacia el lado derecho, luego hacia el izquierdo y no lograba conciliar el sueño. Escuché a alguien que gritaba en la calle. “¿Quién puede andar por ahí gritando como si nada a esta hora?”, me pregunté, y me puse a darle vueltas en mi cabeza a ese asunto. Al final concluí que debía ser un loco. Los gritos de esa persona a veces eran acompañados por los ladridos de los perros del edificio de parqueaderos contiguo, como si entre ellos, él loco y los animales, estuvieran conversando.
El reloj cucú marcó las 2 de la mañana. “Maldita sea, no debí dormir por la tarde”, pensé. Cada acto con sus consecuencias.
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