El escritor español hacía referencia al escritor húngaro Sándor Márai, que ya con más de 80 años, con su salud deteriorada y sin la compañía de su esposa, su querida Lola, con quién había convivido por más de 50 años, contemplaba la idea de acabar con su vida.
En una entrada de sus diarios Márai cuenta que un día fue a comprarse una pistola, pero como faltaba un formulario de la policía no se la pudo llevar. Pasado un tiempo, cuando vuelve al lugar, el vendedor le entrega la pistola empaquetada con esmero junto con 50 balas. Márai le dice que no es necesaria tanta munición y el hombre solo se encoge de hombros y le responde que eso nunca se sabe.
Luego en una temporada fuera de la ciudad, cuenta que que le reconforta pensar que en San Diego tiene un revólver en la mesita de noche y que no es la desesperanza lo que lo lleva a tener esos pensamientos, sino la idea de que es la única salida de una situación vergonzosa: la vida, está ilusión grotesca, concluye el escritor. Luego se pregunta: Si el deterioro de mi ojo avanza a este ritmo, ¿seré capaz de encontrar la pistola en el cajón?
Quizá en ese mismo cajón guardaba el manuscrito de una novela policiaca la última en la que estuvo trabajando, pero a veces pasaba varias semanas sin sacarlo, pues ya no confiaba ni el mismo ni en el texto. Tampoco en la finalidad de la literatura ni en su legitimidad. Ya no se sentía especialmente inclinado a volver a escribir, sino más bien como un viejo payaso que ensaya un nuevo número y aparenta ser joven.
Sería más decente callarme para siempre, pero callarse es tan aburrido…
Márai estaba devastado por la enfermedad de Lola, quien pasó sus últimos días en el hospital y pensaba que sin ella a su lado ya nada tendría sentido.
Durante sesenta y dos años todo se lo he leído primero a ella, todos los escritos.
Ya no tengo a quién hacerlo. La expresión escrita ha perdido todo atractivo para mí.
Si ella se va, debo seguirla sin algaradas, sin hacer ruido.
¿La echo de menos? Tanto como echaría de menos el aire.
Me la evocan las palabras, los objetos, todo. Incluso al aire le falta algo.
Vida, personas, trabajo, literatura, todo se ha acabado. Hastío y vergüenza, si pienso
en la escritura. Escribía para L., todo era por ella. Ya no tengo a quien escribir. Me cuesta creerlo.
Felipe cuenta con un plan y es suicidarse a los 82 años, pero cuando llega a esa edad no encuentra el momento adecuado para acabar con su vida, bien sea por cansancio, por un resfrío o porque se sentía a gusto con ella. Envejecer es ser ocupado por un extraño, concluye el narrador.
Al final Felipe se da cuenta de que no es capaz de matarse, una lástima, porque lo consideraba un plan fabuloso.
De pronto lo que le hizo falta fue una pistola debajo de su almohada.
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