jueves, 31 de enero de 2019

Los apuntes de Juliette

Juliette era bajita, rolliza y tenía el pelo rubio y los ojos claros. La conocí en una clase de alemán y era una buena estudiante del idioma; me parecía que muchas veces cogía rápido los temas: las explicaciones sobre el dativo, el acusativo y el genitivo; los pronombres, la conjugación de los verbos, las declinaciones, que tanto cuesta cogerles el tiro, etc. 

Muy pocas veces hablé con ella, pero recuerdo una conversación que tuvimos en la que me contó que su abuela le enseñó a hablar francés y que la influencia de ese idioma en su familia algo tuvo que ver con la selección de su nombre. 

Era una persona alegre, siempre estaba riendo, y en clase soltaba unas carcajadas refrescantes. Cuando eso pasaba,  algunas veces la profesora, para aminorar el estruendo. le decía: Juliette kannst du bitte vorlesen (Puedes por favor leer en voz alta). Ella comenzaba a hacerlo con restos de carcajada en su voz.

Siempre andaba con Felipe, que estudiaba física y quien tenía dificultades para pronunciar algunas palabras como: neun y Schreiben. Los rumores decían que a él le gustaba ella, pero nunca lo vi en plan conquista, pero imagino que una cosa era la forma en que se trataban en clase, y otra, si los rumores eran ciertos, lo que hacían fuera de ella. 

Hoy, ordenando unos papeles, me encontré con un cuaderno de Juliette. Alguna vez se lo pedí prestado para sacarle copia y no sé por qué nunca se lo devolví. Era impresionante la forma en que tomaba apuntes, con miles de colores y una letra redonda y pulcra. Para mi es un misterio cómo lo hacía, pues yo, tratando de entender lo que el profesor decía y los ejemplos que daba, copiaba de afán a un solo color, negro, y luego, cuando revisaba lo que había escrito, siempre sentía que me había hecho falta copiar lo esencial, la clave del tema que estábamos viendo, así que no sé como hacía ella para escribir tan tranquilamente, como si le estuvieran dictando las cosas muy despacio.

miércoles, 30 de enero de 2019

Dos temas

Hoy en diferentes momentos del día pensé sobre qué escribir y se me ocurrieron dos temas. Intenté engancharlos de alguna manera, pero al final no se me ocurrió cómo hacerlo y por eso los voy a plantear tal cual como salgan y, me disculpara estimado lector, sin ninguna transición elegante del uno al otro. 

Este escrito,  sin duda alguna frenético, también se debe a qué hace una media hora tenía que enviar un correo en inglés y me demoré un cojonal de tiempo escribiéndolo, otro buen rato editándolo, y estoy seguro que se fue con errores de preposiciones y esas cosas. Uno cree que habla bien inglés y cuando se escribe algo en ese idioma y se lee una, dos, tres veces, suena bien, pero es como los hijos propios, a los que nunca se les ve un defecto, en fin, tal vez no sea la comparación más adecuada, pero bueno, ¿qué más da? 

Volviendo al tema no-tema, digamos, de esta entrada, el primer tema, y escribí tema muchas veces, y ¿qué van a hacer o qué?,¿de uno en uno o todos en manada? 

Lo primero que se me ocurrió fue algo relacionado con el centro, y no el político, porque apesto para hablar de política, sino en que todos, supongo, buscamos realizar actividades que nos centren, que nos mantengan en equilibrio en este mundo de locos; cada quien, entonces, busca hacer cosas que inhiban las ansiedades que desbordan nuestro cerebro, y es que las personas están en todo su derecho de actuar como quieran, por más raras que nos parezcan, ¿acaso no? 

El otro tema que se me ocurrió tenía que ver con que somos como paredes, es decir, que estamos tan anclados a nuestro punto de vista, que muchas veces lo que nos dicen, las opiniones que nos regalan, rebota en nosotros como si nada, y que por más abiertos que creamos que somos o digamos ser, muy en el fondo somos como muros sólidos, muros enfurruñados (que alegría que exista esta palabra), somos opiniones imposibles de derrumbar. 

Estoy seguro que estos temas, si se les puede llamar de esa manera, a los que les di muchas vueltas hoy en mi cabeza, se podrían conectar de manera elegante, pero tengo sueño combinado con ganas de ver una serie; dos deseos en contravía.

lunes, 28 de enero de 2019

Mariana

De vuelta a casa ráfagas de frío helado me golpean la cara. Intento cubrirme la boca y nariz con la mano, pues tengo indicios de gripa y un viaje dentro de poco, así que no quiero resfriarme. Cuando salí estaba haciendo sol y por eso decidí no llevar bufanda. Maldito clima bipolar, pienso. 

Para completar comienza a llover, así que decido hacer una parada en un café que queda cerca a la casa. El lugar es muy pequeño, solo tiene un par de sillas y una barra con un revistero empotrado en la pared. Después de hacer el pedido, un capuchino, por supuesto, los planetas se alinean y logro conseguir una silla en la barra de las revistas. Una de las que siempre está de primeras, y la más trajinada según el estado de sus hojas, es la que siempre muestra modelos ligeras de ropa; el resto son de farándula, de esas que nos cuentan que fulanito pasó unas increíbles vacaciones con Menganita en la costa Azul francesa, como si  eso nos importara, pero si nos importa o, más bien,  sufrimos de una envidia difícil de entender. 

Al lado mío hay una pareja. Parece que discuten, pero lo hacen en voz baja, con jadeos al final de sus frases que evidencian mal humor, allá ellos. Para quemar tiempo tomo una de las revistas y comienzo a hojearla. Que bueno ser famoso y tener mucho billete, pienso, no para salir en esas revistas, sino para viajar a esos lugares de playas paradisíacas y casas de campo de ensueño. La pareja, sube el tono de la voz. Miro a la mujer, una rubia que lleva el pelo crespo hasta los hombros, y tiene los ojos aguados. La situación está cargada de drama, así que me pongo a escuchar la conversación, simulando que sigo en mi tarea de hojear la revista. 

“Jose, la verdad no entiendo por qué eres así”, dice la mujer mientras se pasa el dorso de su mano derecha por los ojos” 
“¿Así cómo, Mariana? 
Mariana abre los ojos, parece ser que para ella está claro a que se refiere. 
“¿Qué te cuesta estar bien conmigo?, ¿Por qué sigues buscando a Ximena? 
“Yo no estoy buscando a nadie, no sé quién le metió semejante idea en la cabeza. 

Ahora Sostienen un pulso cargado, no se sabe bien si de odio, nostalgia, amor o una mezcla de los tres, con la mirada” 

“Voy a pagar, voy al baño y nos vamos”, le dice el hombre. 

Caigo en cuenta que ya no disimulo y que soy un espectador, en primera fila, de su discusión. Mariana me sostiene la mirada por un par de segundos y, apenado, devuelvo la mía hacia la revista. 

“¿Usted que piensa?”, pregunta ahora ella. Levanto la mirada y me encuentro con sus ojos negros, profundos. 

“Qué pienso de qué?, le respondo 
“pues de lo que acaba de escuchar”, o me va a decir que no estaba chismoseando la conversación. 
Guardo silencio, y cuando le voy a contestar, su pareja entra en el local 
“Vamos Mariana”, le  dice su pareja. 

Aprovecho ese instante para dejar la revista y abandonar el lugar. 


sábado, 26 de enero de 2019

La cama

Cuando era pequeño dormía con muchas cobijas, ninguna muy gruesa, quizá esa era la razón principal para que fueran varias; En ese entonces tender la cama me parecía súper aburridor. No es que fuera una tarea del otro mundo, pero supongo que, me tocaba esforzarme para que quedaran bien estiradas. Siempre esperé aquel día en que no me iba a mover mi cuerpo por la noche y así la cama no iba a amanecer tan destendida, nunca ocurrió. 

Mi padre, que estudió parte de su infancia en un internado, me cuenta que como eran tan estrictos les daban muy poco tiempo para que se alistaran por las mañanas antes de pasar a desayunar, así que él desarrollo una técnica: todos los días dejaba bien templadas las cobijas y al momento de acostarse se metía dentro de la cama con sumo cuidado. Cuando se despertaba, gracias al tendido de la cama y a que, no sé cómo, también desarrollo otra técnica que consistía en no cambiar mucho de posición mientras dormía, se salía, como un contorsionista, de la cama sin destenderla, y esta quedaba prácticamente tendida, lo que le hacía ganar valiosos minutos que podía utilizar para demorarse más en el baño o lo que fuera. 

Imagino que hace muchos años mi cama amanecía hecha un desorden porque era sencilla, y su pequeñez no daba para tantas cobijas y un cuerpo juntos. Desde hace unos años tengo una semidoble que nunca la utilizo toda, solo duermo en su lado derecho, que da a un mueble modular que hace sus veces de mesita de noche, y sobre el que está la lámpara que utilizo para leer. 

Cuando tenía la cama pequeña, pensaba también en cómo sería dormir en una cama más grande, y siempre imaginé que la iba a ocupar toda; nunca pensé que solo fuera a utilizar menos de su mitad como lo hago ahora. 

A veces, cuando tengo mucho calor en las piernas y pies, las estiro, como si fueran reptiles buscando una superficie más fría, para llegar a esas zonas de la sabana que están frías, pero es poco tiempo el que mis extremidades duran explorando esos confines desconocidos antes de que vuelvan al territorio del lado derecho. 

Hoy, cuando la tendí, en un principio parecía que no me había movido, un mero engaño visual, pues la zona izquierda tenía las cobijas y sabanas curiosamente enroscadas; quién sabe qué tipo de seres habitan ese sector de la cama.

jueves, 24 de enero de 2019

Alucinar

A lo largo del día voy abriendo diferentes páginas de artículos que, por alguna razón, captan mi atención. Siempre juro que los voy a leer en cualquier rato libre, pero son más las veces en que olvido hacerlo, o que ya cansado apago el computador, sin que me importen en lo más mínimo. A veces, cuando sé que no los voy a leer me da algo de remordimiento de conciencia, y me envío un E-mail con varios de esos links, pero también suelen perderse entre otros correos y al final nunca los reviso; quién sabe de cuánta información fascinante e imprescindible para mi vida me he perdido. 

Hoy abrí dos, uno que habla sobre las 30 carreras mejor pagadas y más solicitadas, y que no lo cerré porque me llamó mucho la atención la frase con la que comienza el artículo: “Las carreras universitarias son las que definen el destino de una persona”. 

Cómo están tan seguros de eso, ¿cuántas personas se dedican a hacer algo que no tiene nada que ver con la carrera universitaria que estudiaron? Y, además, ¿cómo se atreven a mencionar el destino, semejante concepto tan intrincado, así como tan a la ligera? Igual creo que conmigo lograron su cometido que, más allá de que este de acuerdo o no, consistía, supongo, en que le diera clic al enlace para enriquecer los bolsillos, con unos cuantos centavos de dólar,  de quién sabe qué persona. 

El otro artículo es sobre un neurocientífico que habla sobre la manera en que alucinamos a toda hora. Asocio la palabra, me refiero a alucinar, con la luna, es decir, con estar en la luna, englobados, inmersos en un mundo de fantasía que no es “real”, y entrecomillo esa palabra porque precisamente de eso habla ese señor de que en realidad, valga la redundancia, no hay nada real, y que no hacemos nada más que alucinar a todo momento, y que cuando nos ponemos de acuerdo en esas alucinaciones, es  eso a lo que llamamos realidad. 

¿Si lo real no existe, cómo es que nos vienen a meter el cuentico ese de las 30 carreras mejor pagadas? 

Entre otras cosas, me enteré de que la palabra alucinar no tiene nada que ver con la luna sino con alucinari, su raíz del latín que significa: vagar mentalmente con falsas imágenes. 

miércoles, 23 de enero de 2019

Documentarse

Si no estoy mal en mi familia nunca hemos tenido la costumbre de llevar un registro en video de las reuniones que hacemos. Supongo que en la época de nuestros padres, las cámaras pequeñas eran un lujo costoso, pero luego, con la aparición de las Handy cams tampoco lo hicimos, de pronto seguían siendo caras, no lo sé. 

Creo que una prima si tuvo una y grabó los primeros pasos de uno de sus hijos, y algún otro evento que consideró importante, pero hasta ahí le llego el impulso, o eso creo. Quizá ha documentado su vida en video, de forma compulsiva, en secreto; insisto que, como personas, solo  vemos y mostramos un mínimo de lo que realmente somos. 

Hablo acerca de las grabaciones porque hoy vi el documental Smiling Lombana, y en él se utilizaron muchas grabaciones viejas del artista: caminando por ahí, con su esposa, con sus hijas en la playa, etc. Es probable que existan personas que tienen claro que su trabajo o lo que sea que hagan va a trascender de alguna manera y por eso no pierden oportunidad de fimarse en cualquier lado, por si en el futuro alguien quiere escarbar sus vidas. 

Grabarnos es algo que ahora hacemos fácil con nuestros celulares, pero ¿qué con esos años en los que no existían?, ¿dónde quedó el registro de esos eventos trascendentales para cada uno, esos momentos donde experimentamos puntos de giro en nuestras vidas debido a grandes felicidades o profundas tristezas? 

De pronto, y sin ánimo de ofender a los amantes del video, la escritura tiene una pequeña ventaja en cuanto a eso, porque sin importar quiénes seamos o cuales sean nuestros recursos, siempre podremos narrarnos, contarnos, escribir lo que nos ocurrió, sin depender de ayudas visuales. 

Hablando de más, quiero decirles que me encantó el guión del documental, tiene unas frases, a mi parecer, muy bien hechas.

martes, 22 de enero de 2019

Tarrarrurras

En Memoria por Correspondencia, Emma Reyes cuenta en una de sus cartas que en el convento en el que estuvo internada cuando era pequeña, un día llegó una alumna nueva de la que se hizo amiga. 

Un día ella le dijo a Reyes si le podía contar un secreto, y ese secreto era que tenía con ella a su hermanito allí mismo, y que se llamaba Tarrarrurra. Lo llevaba en una bolsita de terciopelo roja debajo del delantal; era un muñeco pequeñísimo en porcelana blanca, de no más de 5 cm. 

La nueva también le contó que cuando nació, y como era tan pequeño, su mamá no lo vio y ella se lo robó, y que desde ese entonces lo llevaba para todo lado. Según ella Tarrarrurra estaba encargado de salir todas las noches del convento a traer noticias del mundo exterior. 

También le dijo a Reyes que en el convento él siempre tenía mucha hambre y que por eso necesitaba que se comprometiera a darle algún alimento de sus comidas. Reyes le contó eso al grupo con el que andaba y todas, cautivadas por la historia, comenzaron a guardarle comida. Tiempo después la nueva les dijo que a Tarrarrurra le estaba cayendo mal la papa, y que era mejor darle más plátanos, pan y carne. 

Todo iba bien hasta que un día la madre superiora se dio cuenta que le estaban pasando comida a la alumna, y a los pocos días ella desapareció del convento. 

Luego Reyes se entero que un día María, así se llamaba la nueva, había ido de paseo al río Bogotá con su familia, y que quiso bañar a Tarrarrurra, pero que se le cayó y se fue hasta el fondo. Ella se echó con ropa y todo a intentar salvarlo, pero no lo logró. Tiempo después encontraron su cuerpo, y tenía muy apretado el muñeco en una de sus manos. 

Hace un tiempo mi hermano me contó que Juan Camilo, un amigo suyo, le contó que una vez  le tocó ir a un campo petrolero por un par de semanas, y que allí conoció a un trabajador de la región que siempre llevaba puesto un cinturón a modo de canguro, y que nunca se lo quitaba. 

El hombre, que era solitario y hablaba poco, revisaba a cada rato y con mucho cuidado el contenido del canguro. Un día Juan Camilo decidió preguntarle a qué se debía tanto secretismo y el hombre le dijo que si en verdad quería saber que era lo que tenía guardado, el respondió que si y el hombre contesto: “Es un duende, ¿quiere verlo?”.

lunes, 21 de enero de 2019

¿Por qué fracasan las amistades?

Le pongo ese título a esta entrada, porque me acorde de un libro que he visto algunas veces en las librerías que lleva por título: “¿Por qué fracasan los países?”. Podría escribir sobre qué tienen en común los países y las amistades, algo como: la amistad es como un país, por esto y lo otro pero, la verdad, en este momento no se me ocurre en qué puedan parecerse.  Seguro que ambos conceptos tendrán algo en común para dedicarles unas cuantas palabras; así que si alguien quiere entregarse a esa tarea, y elaborar sobre esa absurda comparación, bien pueda. 

El punto es que hay veces que las amistades fracasan, se mueren, llegan a un fin, llámese como quiera. Hoy hablaba con mi hermana sobre una muy buena amiga que ella tuvo hace un tiempo, y que de un momento a otro dejó de serlo, porque sí, porque todo es vida y muerte, todo tiene un final único y determinante, menos las salchichas que, ya sabemos, tienen dos. 

Supongo que a varios nos ha ocurrido eso, me refiero a que uno se deja de hablar con una persona, no solo por una pelea o malentendido, sino que, de repente, de la noche a la mañana, la persona deja de estar ahí, a la mano, disponible para una buena charla o dar un consejo, por ejemplo. 

En su libro de cartas “Aquí y ahora” Coetzee y Auster charlan sobre la amistad, y llegan a la conclusión de que la base de la amistad es la admiración hacia el amigo: 

“Las mejores amistades, las más duraderas, se basan 
en la admiración. Ese es el sentimiento fundamental que 
relaciona a dos personas durante un prolongado período de 
tiempo. Se admira a alguien por lo que hace, por lo que es, por 
cómo se las arregla para andar por el mundo.” 
- Aquí y ahora -

Supongo que cuando esa admiración se quiebra o interrumpe, es cuando las amistades fracasan, y no queda más remedio que seguir andando por el mundo sin el otro(a) al lado.

viernes, 18 de enero de 2019

Amigos fugaces

Un amigo, desde que lo conozco, siempre ha tenido novia o ha estado saliendo con alguien. Los pocos periodos que andaba solo parecía querer devorar el mundo, como si supiera que se iba a morir; siempre tenía algún plan y salía bastante. 

Varias noches, después de haber estado con un grupo de personas, y cuando el plan entraba en su recta final, siempre buscaba donde seguirla, hacer algo, lo que fuera, para prolongar la sensación de fiesta. 

Algunas veces conseguía quórum para sus andanzas nocturnas, y otras veces no convencía a nadie con sus propuestas.

Cuando eso pasaba, a mí amigo no le importaba irse solo en busca de plan. Me cuenta que, en ese entonces, siempre terminaba en esos bares que tenía esa figura de “club” o algo así, y que cerraban al amanecer. En esas noches de borrachín solitario, mi amigo conocía amigos fugaces, con los que compartía algunas horas y copas. “Hermano, lo que pasaba es que en esos sitios toda la gente llegaba de otras rumbas y ya estaba muy borracha, y por eso era fácil unirse a cualquier grupo", cuenta. 

Hace unos días tome un carro y, por alguna razón, la dirección de la casa de una amiga, aparece acompañada por la palabra Villavicencio en el mapa. 

Unas cuadras después de haber comenzado el viaje, el conductor me habló y se encontró con la respuesta de ese yo conversador que a veces me habita. Nos enredamos en una conversación desordenada, que saltaba de un tema a otro sin concluir ninguno. 

“Yo pensé que me había salido un viaje a Villavicencio”, me dijo luego de una pausa en la conversación. 
“ ¿Habría arrancado?, le pregunté”. 
“Uff, claro”. 

Me contó que tiene una casa allá y que va cada 15 días. Utilicé un comentario comodín para decir algo sobre el clima de ese lugar, en comparación con el frío que hace en Bogotá. Ahí murió ese tema y cambiamos a otro. 

Cuando llegamos a mi destino, y luego de despedirme, el yo conversador, un ser aparentemente alegre y compinche, irrumpió de nuevo y me obligo a decir algo como “Luego cuadramos para ir a Villavicencio”. 
“¿Qué?”, respondió. Repetí la frase. 
“Claro hermano, venga, páseme su celular y cuando vaya a arrancar para allá lo llamó” 
“Hasta luego hombre, que le vaya bien.”

jueves, 17 de enero de 2019

Un plan de lectura para toda la vida


Ese es el título de un libro que me encuentro al ordenar un mueble; no sé por qué lo tengo. El libro afirma que tenemos un tiempo finito para leer, nada nuevo la verdad, por eso resulta vital escoger nuestras lecturas, y que el libro, ese plan para toda la vida, presenta “la mejor selección disponible de todo lo que vale la pena leer.” 

No comparto esa postura de las lecturas obligatorias, pues pasa la vida y uno lee lo que le atrae, lo que le llama la atención, pues en el momento en que leer se convierte en una obligación, creo que  pierde gran parte de su gracia, si no es que toda.

Nunca lo voy a leer, porque el libro tiene 385 páginas, y prefiero gastarme ese tiempo leyendo una novela de mi agrado, en vez de un texto que pretende indicarme qué debo leer. 

Pero no todo esta tan mal con el plan de lectura. La persona que lo escribió presenta cada autor con los nombres de las obras que considera imprescindibles y da un poco de contexto sobre su vida, eso me gustó. 

Alguien lo comenzó a leer y cometió el sacrilegio de doblar la esquina de una página a falta de un separador. Esa persona llego hasta Sófocles (Edipo Rey, Edipo en Colono, Antígona) de quien se cuenta que nació en lo que denominaríamos un barrio residencial de Atenas, en el seno de una familia de clase alta. También que ganó muchos concursos dramáticos y que vivió muchos años, al parecer, así lo dice, feliz. 

Lo hojeo mientras desayuno y, resulta casi obvio, me falta leer a muchos de los autores que menciona. Me llama la atención la presentación de las hermanas Brontë. Cuenta que pasaron la mayor parte de sus vidas en la casa rectoral de Haworth, donde su padre ejercía de párroco, y que su imaginación era lo único con lo que contaban, además de las historias que escuchaban sobre los  comportamientos violentos de las personas del vecindario. 

Antes de ellas está Anthony Trollope, un escritor que no conozco del que me llama la atención los títulos de sus libros, en especial El mundo en que vivimos. Trollope trabajó como empleado subalterno del Servicio de Correo, y debido a su dedicación lo dieron un mejor puesto en Irlanda, donde comenzó a escribir en su tiempo libre. Trollope implementó el buzón de correos, pues antes de él había que acudir a la oficina de correos para enviar una carta.

Me gustan esas introducciones. Pienso que podría acudir al libro cuando decida leer la obra de algún  autor que se encuentre en él. 

miércoles, 16 de enero de 2019

La espera

Llego a la cita. La persona con la que me voy a encontrar no ha llegado. Eso está bien, tengo algo de tiempo para hojear libros. Envío un mensaje: 

“Ya llegué, estoy en la librería”. 
“Deme 10 minutos. Se me hizo tarde, ya le caigo”. 

Ahora converso con el comprador compulsivo que llevo conmigo a todo lado. 

“No vaya a comprar ninguno, ¿no?”, me pregunta 
“Tranquilo hombre, le juro que solo voy a mirar”. 

La respuesta no es del todo cierta pues siempre puede que me encuentre algún libro que considere una joya, o una rebaja a la que no me pueda resistir; pero algo tenía que responderle para calmarlo. 

Tengo en mente Ordesa una novela de un escritor español que se llama Manuel Vilas, a la que le vengo haciendo seguimiento desde hace un tiempo, y de la que he leído buenos comentarios. 

Pregunto por la novela a uno de los hombres que atiende, y juega pin-pong con la pregunta, lanzándola hacia otra de las vendedoras, la que está cerca al computador. 

“Ordesa, vamos a mirar”, dice la mujer con desgano, Teclea el título y presiona la tecla enter. “Está agotada”. Me parece bueno que lo esté, así no tengo que contemplar la posibilidad de comprarla, y tal vez quiere decir que es una buena novela. 

Me pongo a pasear por los corredores de la librería a hojear libros en desorden, y me llama la atención uno,solo por su portada y título. Decido leer la contraportada y el texto, me parece, es enganchador: 

“La vida se parece mucho a una función de teatro a la que llegamos tarde; de ahí 
que nos pasemos parte del tiempo preguntándonos qué pasó antes de que nosotros 
entráramos en la sala. Lo que fue antes de que naciéramos es parte de lo que somos…” 
– El lugar del aire – 

Estoy en esas cuando me acuerdo de Los Tiempos del Odio de Rosa Montero, la última de la saga de la detective androide Bruna Husky. Ayer, aprovechando que aún tengo saldo de aquel episodio de Media pal' bobo, del que les hable ya hace un tiempo, me compré, en versión digital, Lágrimas en la Lluvia, porque quiero terminar de leer esa saga este año. Anoté el título del libro del aire y lo dejé en su lugar, para luego preguntarle a la vendedora por la novela de Montero. Después de su tecleo frenético, su diagnóstico fue el mismo que para Ordesa, “Agotada”, respondió, y casi le pregunto que si ella o la novela. 

Siento que alguien se acerca. Levanto la mirada y me encuentro con mi amigo y su mano extendida para saludarme. 

Se acabó la espera.

martes, 15 de enero de 2019

Friolero

Quiero escribir algo, pero mientras busco algún tema del que pueda extraer unas cuantas palabras, lo único a lo que le pone atención mi cerebro es a mis pies fríos. Hay días, como hoy, en que los siento helados. Muevo los dedos, procurando que la fricción contra la media, y la de esta contra el zapato los caliente, pero no sirve de nada, el frío gana la batalla. 

Esto se debe, supongo, a que soy friolento, palabra que para los de la RAE existe como friolero: Muy sensible al frio, aunque la verdad prefiero la primera, no sé, se me hace más sonora. 

Hace muchos años conocí a los hermanos Castillo, eran tres todos medio hippies con pintas al estilo Kurt Cobain. No sé como hacía Andrés, el de la mitad, pues cuando el buen hombre tenía clase temprano, salía de la casa en camiseta como si nada, como si  solo esa prenda de vestir y su mochila fueran lo necesario para conquistar el mundo, mientras que yo siempre salía abrigado, procurando que el frío no se me colara por ningún lado. Siempre he utilizado sacos gruesos por las mañanas, razón por la que quizá no he conquistado el mundo, pero ya ven ustedes que Andrés tampoco, aunque imagino que cada quien conquista el mundo a su manera, en fin.

Con Plazas, un amigo del colegio, ocurría lo mismo, siempre andaba en camiseta, como si el frío no le importara en lo más mínimo. Ahora que caigo en cuenta él también utilizaba mochila; quizás esa combinación: camiseta +  mochila, sea una especie de conjuro contra el frío o, de pronto, el frío le tiene  miedo a esos personajes de actitud altanera, que parece piensan: "Me importa un huevo el frío, a mí nunca me va a dar", y por eso se concentra en seres débiles como yo, que le huyen constantemente".

Una de esas tuercas que todos llevamos sueltas en la cabeza, me hace pensar que si me dejo golpear de forma prolongada por una corriente de viento, me voy a resfriar; de pronto todo el tema de no soportar el frío es psicológico, fijo mi atención tanto en el tema, que en vez de dejarlo ser, lo repaso en mi cerebro, cosa que hace que sienta que el frío nunca me abandona. 

Los pies continúan fríos. Ojalá se me pase rápido la sensación, porque a veces se prolonga y me es imposible dormir de esa manera, aunque tampoco puedo cuando se calientan mucho, así que sospecho que siempre me debo quedar dormido cuando se encuentran a una temperatura intermedia.

lunes, 14 de enero de 2019

Libros, extremos y felicidad


El otro día estaba mirando qué serie o película ver en Netflix, y me encontré con el documental de Marie Kondo. En ese momento, sin saber nada sobre esa mujer, decidí no verlo, porque entendí que era sobre consejos para ordenar el contenido de los closets, y que pereza eso, ¿no?, además estaba en modo película o serie, es decir quería enfrentarme a una historia, en vez de ver a alguien dándome consejos, sin importar para lo que fueran. 

Hace unos días escribí que uno de los fines de la lectura, entre muchos otros debe ser brindarnos un gran placer. En este orden de ideas mi tesis estaría, en parte, acorde con Marie Kondo y su comentario incendario acerca de que los libros también pueden contribuir con el desorden, y que nuestra biblioteca solo debería estar compuesta por 30 libros, y que solo deberían ser aquellos que nos producen alegría, o lo que eso signifique.

No estoy de acuerdo con Kondo. No voy a deshacerme de mis libros, así nunca los piense releer y además porque, no sé si es por masoquista o qué otra razón, me agradan más aquellos libros que me retuercen por dentro, que me generan muchas preguntas y, por qué no,   me ponen triste o nostálgico. 

Supongo que esto tiene que ver con que, al leer, nos gusta acercarnos a los extremos o sensaciones fuertes, es decir, nos gusta echarle una mirada a diferentes áreas que encierran oportunidad y peligro y que, como no vamos a experimentarlas nunca personalmente, las recreamos a través de un personaje envuelto en la trama de una novela. Los extremos son entonces esos lugares o situaciones que nos producen intrigan y nos atraen, pero que es muy difícil que los lleguemos a navegar en algún momento de nuestras vidas, porque están fuera de nuestro alcance o porque son situaciones que están mal vistas por la sociedad.

¿Por qué nos gustan los extremos? Porque entregarnos a una historia nos quita tiempo y energías y es en los extremos donde consideramos que vale la pena gastarlas, pues explorar lo conocido, lo que ya sabemos, nuestras zonas de confort, resulta aburridor. 

Dicho esto, es muy probable que en esos extremos no vayamos a encontrar esa alegría de la que habla o busca Kondo.

sábado, 12 de enero de 2019

Recuerdo

Estoy en  pijama y agachado a cuatro patas. Miro cómo mi mamá y Rosalba, la señora que ayuda con la limpieza de la casa, amarran un cordel a una de las patas del sofa. Algo le pasó al mueble, está averiado, y mientras ellas hacen eso, yo pienso que el daño, de pronto, tiene algo que ver con uno de mis juegos. 

No sé en qué momento tomé la costumbre de tomar cierta distancia del sofá y echar a correr hacia él a toda velocidad, y justo cuando lo voy a alcanzar, apoyo mis manos sobre uno de sus brazos, doy una voltereta en el aire y caigo sobre los cojines. Es algo muy divertido, pero algo que, seguramente,  mi madre no me va a a dejar hacer si se entera. Por eso mi juego acrobático es esporádico, cuando, por alguna razón, nadie está pendiente de lo que estoy haciendo. 

Ese es el recuerdo más viejo de mi niñez que tengo presente en mí memoria, y del que más o menos todavía conservo imágenes nítidas. Me pregunto cuantos estarán enterrados en las profundidades de mí cabeza: personas, lugares, eventos que han ayudado a definir quién soy justo en este momento. 

Parece que los recuerdos se nos van borrando o que el cerebro, con su particular método de indexación, decide cuáles tener a la mano o sobre la superficie. Mi cabeza, mi memoria, mi cerebro que, en parte, son lo mismo, se parecen al teclado del computador portátil en el que escribo: De tanto teclear, de tanto repasar con mis dedos cada una de sus letras, algunas ya se han borrado, ese es el caso de las letras: a,m,n, y la d ya comienza a despedirse; me da miedo que, en cierto momento del tiempo, cuando desaparezcan cierta cantidad de letras, el teclado comience a fallar, es decir a que lgun s e ell s o p rezc n en la p nt ll después de ser tecleadas, mientras tanto la ñ permanece intacta, impoluta. 

Menos mal que el cerebro hace una copia exacta de la posición de las letras en el teclado, sino escribir, buscando cada vez la letra que se quiere teclear, sería un proceso lento y tortuoso. 

Hablando de recuerdos, ayer el computador me dio una notificación en la que me recordaba el cumpleaños de una tal Amalia Haymon. No sé quién es esa mujer, aunque puede que el aparato se haya equivocado, pues con tanta información en la red, tantas fechas y datos volando en las nubes, puede ocurrir que, a veces, arponee uno que no es, similar a cuando a uno le aparece una transacción, que nunca se realizó, en la factura de la tarjeta de crédito.

De pronto los recuerdos es lo que define que aún seguimos muy cuerdos, de ahí su enfásis: re-cuerdos, y que cuando se nos empiezan a borrar, como las letras del teclado, es un indicio de que no hay marcha atrás; por eso nuestras vidas suelen terminar bordeando los terrenos de la locura, o la niñez que, si uno se fija bien, es una locura placentera.

jueves, 10 de enero de 2019

La silla


Hablo de la de mi escritorio, en la que me siento para escribir. La primera que tuve fue una muy vieja que le había pertenecido a mi padre. No se le podía graduar la altura, y recuerdo que tenía unos resortes a la vista, y chirriaba de forma violenta con el más mínimo movimiento, como si uno estuviera torturando a unos seres miserables de otro mundo. Me deshice de ella, un día en el que me incliné hacia atrás, para desperezarme, supongo, y di una voltereta que terminó en un porrazo muy fuerte; había cumplido su ciclo.

Lo único que conservo de esa silla es el cojín, de color caqui, y quién sabe qué tipo de espuma lleva por dentro, pues es demasiado cómodo y no se ha deteriorado con el paso de los años. 

La que tuve hasta hoy es muy enclenque, apenas tiene una estructura y parece que un fuerte viento la puede hacer volar por los aires. De un tiempo para acá me comenzó a doler la espalda cuando pasaba mucho tiempo en ella, y caí en cuenta que se debía a que quedaba un espacio entre mi espalda y el espaldar, un hueco maldito que me forzaba a adoptar una postura incomoda, que desencadenaba un  dolor de espalda el cual, muy posiblemente, también desencadenaba dolores de cabeza. La solución que encontré para ese problema fue utilizar una de las almohadas de mi cama que primero ubiqué de forma vertical y luego horizontal en el espaldar, pero al poco tiempo se estripaba y hacía sus veces de hueco fantasma. 

Hoy no me aguanté más eso, y es que uno tiene que invertir en uno, en lo suyo, en lo que le gusta, y si paso gran parte de mi tiempo escribiendo, debo hacerme un buen ambiente de escritura, y todo lo que eso involucre y, sin duda, la silla es fundamental. 

Al almacén que fui tenían todas las sillas, alrededor de unas 20, para escritorio en un pasillo por el que soplaba una fuerte corriente de viento, como si un pequeño torbellino hubiera entrado en el almacén y se hubiera quedado atascado en ese lugar; miré hacia el techo a ver si pasaba volando mi silla ya vieja, digamos, pero no, seguía en casa, quizá triste al verse relegada a la categoría de "mueble viejo".

Me senté en todas, menos las últimas 5, forradas en cuero, que parecían de sala de juntas o de mafioso italiano, pues me parecieron exageradas y suntuosas. Finalmente me decidí por una de color negro, en  la que mi espalda queda totalmente pegada al espaldar, podría decir que la silla y yo nos convertimos en uno, o alguna pendejada similar, pero mejor no. Ya les estaré contando como me va con mi nueva silla.

miércoles, 9 de enero de 2019

Poetas con rabia

Una mujer publica un fragmento de un poema en Instagram. En medio de lo cursi y autoayuda que pueda ser, me gusta. Sé muy poco de poesía, es decir, he leído muy poca en toda mi vida, algo que espero mejorar este año.

Busco el libro al que pertenece el poema en Internet y comienzo a leer diferentes comentarios de las personas que lo han leído. El poemario cuenta con varias opiniones; que tóxicas que son algunas, en general que tóxicas suelen ser las opiniones del tema que sea. 

Una mujer, una tal Daniela, cuenta que lo abandonó después de leer 50 páginas sin haber subrayado ni un solo poema, algo raro en ella, pues afirma ser alguien a quien le gusta subrayar mucho, en especial los libros de poemas; al final cataloga el libro como una obra deslucida. 

Un hombre llamado Sebastian, dice que es de la peor poesía que ha leído; para nada memorable sino tremendamente mediocre, y cree que le falta sustancia, lo que sea que eso signifique, y concluye que no entiende como pudo haber sido publicado. 

A Sheila le parece que es una obra mediocre y embarazosa, con estructuras obsoletas y atroces estilísticamente hablando, y que lo único que encuentra positivo es haberlo leído en digital, sino se habría sentido mal por los árboles que se convirtieron en las hojas del libro. 

Qué fácil nos transformamos en poetas con rabia; como nos convertimos, de un momento a otro, en una metralleta de comentarios negativos, pero bueno, ¿qué se yo? De pronto esos lectores son unos expertos en poesía y por eso hablan con tal propiedad. 

En mi caso prefiero no decir nada acerca de los libros que leo, si acaso compartir pasajes que me llaman la atención por diversas razones. 

Virgnia Woolf plantea una postura muy chévere en cuanto al tema de las opiniones, en su novela “Las olas”, quizá todos deberíamos hacerle algo de caso: 

I am like a log slipping smoothly over some waterfall. I am not a judge. 
I am not called upon to give my opinion." 
- The waves -

martes, 8 de enero de 2019

Pipa y madera

Nunca le cogí el gusto al cigarrillo; alguna vez, en el primer semestre de universidad, le pedí a un amigo que me enseñara. 

Teníamos una clase a las 7 de la mañana y muchos estudiantes se aplicaban un combo de tinto y cigarrillo. Al principio creí que lo hacían para contrarrestar el frío de la mañana, pero después me incliné a pensar que el tinto era una simple arandela y que fumar era la actividad importante, la que les brindaba un profundo placer. Imagino que eso fue lo que me llamó la atención del cigarrillo en ese entonces. 

Aprendí y creo que lo hice bien, no me atoré, ni me puse a toser, pero al final no encontré ese placer que buscaba; supongo que mi falta de interés fue producto del olor del cigarrillo que, a los que no nos gusta, simplemente nos resulta desagradable, al igual que la manera en que lo impregna todo, y lo difícil  que resulta deshacerse de él. 

De pronto con la pipa la historia habría sido otra, porque ese es un olor que me encanta, por lo menos el que producía el tabaco que utilizaba Fabio, un amigo de mis padres. 

Cuando era pequeño me gustaba mucho cuando nos invitaban a su casa, primero porque era como un castillo rústico en miniatura, en el que todo parecía estar hecho en madera; era un escenario perfecto para un cuento que podría ocurrir, que sé yo, digamos que en un bosque escandinavo, si, además, le clavamos a la casa una vista hacia un lago. 

No recuerdo que hacía yo en esas reuniones, con quién o qué jugaba, pero lo mejor era cuando mi olfato detectaba el olor a pipa. Yo dejaba de hacer lo que estuviera haciendo y me iba a la sala a embriagarme de ese olor tan desconocido para mí en ese entonces. 

Buscaba algún lugar en el cual sentarme y, ajeno a la conversación de los adultos, me ponía a a mirar o, más bien, admirar la madera; es que ustedes tendrían que haber visto esa madera, parecía milenaria, como de otro mundo, como si las personas que confeccionaron cada mueble hubieran destinado miles de años a su labor. 

Les decía, me sentaba a contemplar la madera y a aspirar fuerte sin que nadie se diera cuenta, tratando de absorber todo el olor a pipa posible.

lunes, 7 de enero de 2019

Crema dental

No sé si me falla la memoria o qué es lo que ocurre, pero a veces olvido el detalle de la trama de algunos libros que he leído, es decir, sé de que tratan, pero si me preguntan por ciertos aspectos en apariencia importantes para la historia, parece como si no los hubiera leído nunca. 

Una vez, en un curso de crónica que tomé con Sergio Ocampo Madrid, fuimos a tomarnos un café en uno de los descansos. Busqué la forma de hablar acerca de su primera novela El hombre que murió la víspera. Antes había intentado tocar el tema, pero nunca se había dado la conversación, pero ese día, cada uno con un tinto en la mano, él accedió a hablar sobre su novela. 

No recuerdo exactamente nuestra conversación, pero me preguntó algo que, al parecer, debí haber interpretado con la lectura de su novela, pero la verdad me cogió fuera de base, o no le entendí bien, así que segundos antes de contestar algo, me puse a repasar la novela o, mejor dicho, lo que me acordaba de ella, y solo recordé como fogonazos de la historia, escenas sueltas de las que había olvidado de qué manera se conectaban. 

Puede que no guarde de forma ordenada la trama de las novelas en mi cabeza, pero sí se me quedan grabadas ideas que me parecen brillantes, como la de la crema dental en Rayuela. 

En un capítulo Oliveira, el protagonista, está disertando sobre sus encuentros casuales con la Maga, mencionando que la veía en tal u otra esquina de Paris, y cierra con el siguiente pensamiento: 


“Y era tan natural cruzar la calle, subir los peldaños del puente, 
entrar en su delgada cintura y acercarme a la Maga que sonreía 
sin sorpresa, convencida como yo de que un encuentro casual 
era lo menos casual en nuestras vidas,  y que la gente que se da 
citas precisas es la misma que necesita papel rayado para
 escribirse o que aprieta  desde abajo el tubo de dentífrico.” 


De pronto algún día me anime a escribir una historia con ese título: Crema Dental”, en la que el personaje principal es de ese estilo, es decir, no concibe escribir en una hoja a menos de que no sea rayada o cuadriculada, e intenta sacar la crema del tubo de forma ordenada, sin desperdiciarla, pero siempre que se le va a acabar, tanto la tapa como el tubo están manchados de crema por todo lado, porque el hombre no logró sacar la crema de forma ordenada; de golpe un día apretó con más fuerza el tubo, o, alguna vez, su novia o una amiga, se quedaron una noche en  en su apartamento, y apretaron el tubo justo por la mitad.  

El tubo de la crema dental es una metáfora perfecta para la vida, pues siempre intentamos que no se nos salga de control, la vamos apretando con cuidado por aquí, por allá, para que no salga disparada en una dirección que no deseamos, pero, casi siempre, algo ocurre y, de repente, ese supuesto devenir  ordenado de nuestros asuntos se evapora.

viernes, 4 de enero de 2019

Un día con papá

Llegan, son tres: una pareja con una niña pequeña, esta última lleva un vestido de flores y unas medias con rayas horizontales de muchos colores, y camina como si se fuera a caer en cualquier momento; justo cuando parece que lo va a hacer, luego de dar un paso, lanza la otra pierna hacia adelante y mantiene el equilibrio. 

El hombre es calvo y sus movimientos, su actitud corporal, es de pocos amigos. Esconde los ojos detrás de unas gafas negras ovaladas a lo John Lennon. La mujer lleva una caja de pizza en una mano y una bomba azul en la otra. 

La única que habla es la niña, bueno, un decir, porque dice cosas inconexas, sin sentido, quién sabe qué historias se cuenta.  Sus padres se limitan a contestarle con sonrisas y  amor en sus miradas. 

Miro a la niña por unos segundos, su actitud aleatoria y su pinta la hacen ver tierna. Siento que alguien me mira fijamente, levanto la mirada y me encuentro con los ojos de la madre. Es difícil precisar qué emoción lleva encima, si rabía, tristeza o una mezcla entre ambas o, simplemente, le molesto que hubiera mirado a su hija con detenimiento, pero me divierto observando a los niños en su libre andar desprovisto de toda angustia. 

El hombre pide dos tintos. Al rato el mesero se los trae; “ ¿Azúcar señor?”, les pregunta. “Así está bien", responde el hombre al tiempo que hace un gesto con la mano. 

Ahora la mujer mira la vitrina que muestra tortas, pasteles y galletas. “ ¿Nos comemos una…”, pero antes de que terminar su pregunta, el hombre hace un mueca y le indica que no, que está lleno, parece que no cruzan palabras sino gestos. 

La mujer se resigna y vuelca la atención hacia su hija, que ahora se pasea por el local con su andar torpe. 

“ ¿Quieres ir al parque de los columpios?”, le pregunta el hombre a la niña. Ella, pura inocencia y risas, sonríe y dice que sí, mientras estira su brazo para agarrarlo de la mano. 

Los tres abandonan el lugar con un andar lento. “¿Estás disfrutando tu día con tú papá?”, pregunta la mujer en voz alta, con la mirada puesta en un punto fijo de la calle.

jueves, 3 de enero de 2019

Leer 5000 libros

Aventurémonos a pensar que alguien va a leer 5000 libros durante toda su vida. Supongamos, solo supongamos que va a empezar con esa noble tarea a a partir de los 8 años, y también, siendo optimistas, que va a vivir hasta los 85. 

Con esas cuentas alegres, esa persona va a tener 77 años para cumplir su cometido, sin tener en cuenta cuánto tiempo del día le consume su profesión, o a lo que sea que se dedique en sus diferentes etapas de vida. 

De acuerdo con esto esa persona tendría que leer, en promedio, 65 libros por año, lo que daría 1,25 libros por semana; cantidad que variará debido a múltiples aspectos de vida imposibles de controlar, como por ejemplo que en sus últimos años su visión, ya deteriorada, va a ralentizar su lectura, si es que todavía puede o, mejor, tiene ganas de leer. De pronto ese viejo(a) va a querer pasar sus últimos días dormitando en un sillón, cubierto por una manta, mientras escucha la radio. 

Al inicio de cada año, Goodreads me pregunta que cuál va a ser mi meta de lectura. Hace un par de años, el número que di fue 30, pero me atrasé y no cumplí con el objetivo, y por intentar lograrlo, comencé a leer algunos libros a toda velocidad y creo que por el afán no los disfrutè como debía ser. Ademas me aburría que la página me recordara, frecuentemente, que iba por detrás de mi meta de lectura

Por eso, cada vez que la página me pregunta cuántos libros voy a leer en el año la cifra que pongo es 5000, para restarle importancia al asunto. Leer, creo, no se trata de una carrera ni de una estadística, sino que es una actividad que nos debe generar, entre muchas otras cosas, un gran placer, independiente de la cantidad de libros que leemos en un año o en toda nuestra vida, o de si somos un lector esporádico o uno consagrado a la lectura.

miércoles, 2 de enero de 2019

Esferos

Busco una hebra mental de la cuál pueda prenderme, la que sea. Quiero encontrarla y comenzar a tirar de ella hasta ese punto en el que queda atascada, y luego dejarla ahí, colgando, pues espera uno envejecer sin perder la memoria. Así, deshilachando la mente, supongo que se escribe a veces, si no siempre. 

Apenas encuentre esa fisura, ese desperfecto de la bóveda craneal por el que se escapan las hebras mentales, no voy a soltar la que me encuentre, y a medida que escurra mis dedos sobre ella, la voy a ir contando. 

Ojalá me encuentre con un recuerdo, porque son muy parecidos a las historias. Están desprovistos de opinión y/o puntos de vista personales, que tanto daño le hacen a una narración, y lo mejor de que ya hayan pasado, es que se pueden contar como si fuera  la escena de una película que vimos.

Existen algunos de más fácil acceso que otros, porque nos gustan mucho y siempre están a la mano, pero ¿cuántas pequeñas escenas, imágenes, que llevamos con nosotros, ya hemos olvidado? 

Llevo un tiempo tocándome la cabeza, pero en ocasiones como esta, todas las vestimentas que  llevan los recuerdos están en buen estado. 

Creo tener una hebra mental, y aunque es corta, aleatoria, me agrada. Involucra a Mayra o Marcia, ya no recuerdo su nombre, se me mezclan las caras y épocas, una mujer con la que trabajé una vez, bueno, eso es solo un decir, pues estábamos en el mismo piso, pero nuestros trabajos no tenían nada que ver. Era un lugar con muchos cubículos, y rara vez intercambié una palabra, diferente al saludo, con ella. 

Todos, me refiero a los hombres y, por qué no, alguna que otra mujer, supongo, vivíamos pendiente de ella. Era muy bonita, tenía buen cuerpo, pelo negro largo, nariz respingada, etc. pero aparte de su físico, lo que más me gustaba era lo tierna que era, aparentaba ser o que a mí me parecía,  pues vaya uno a saber como son realmente las personas, me refiero a su esencia, lo que los sostiene y por lo que realmente viven, pero así, como una mujer tierna, fue como la guardé en mi memoria. 

Una vez la vi rayando unas hojas. A su lado tenía un tarro lleno de esferos y cada vez que terminaba de rayar una hoja con uno, le quitaba la tapa a otro y volvía a rayar como con rabia. 

Le conté a una amiga que siempre me molestaba con ella, acerca de la peculiar actividad de M, y me contó que su jefe era la que la ponía a hacer eso, para que le dijera cuáles esferos funcionaban y cuáles no.

martes, 1 de enero de 2019

Mujer en busca de Educación Sentimental

Poco a poco, después de las fiestas de fin de año, la vida retoma su carácter rutinario, con uno que otro coletazo tardío de fiesta y sensación de libertad. 


Pasada la navidad y antes de año nuevo, visito una librería, no para comprar libros, sino para cambiar uno que le regalé a una amiga, que ella ya había leído hace tres años… ¡tres años! No sé por qué se nos escapo hablar de él en alguna de nuestras conversaciones. 

Quise cambiarlo justo después de nuestro encuentro de fin de año. Desde hace unos años, no sé en qué preciso momento, dos amigas y yo adquirimos la costumbre de regalarnos libros en navidad, y es para mi una de las reuniones que más espero, para verlas, y también, obvio,  por los libros. 

Este año una de ellas nos regalo una botella de vino a cada uno, pues dijo que le era difícil saber que libro escoger para nosotros; la otra le fue fiel a la tradición de los libros. Cuando la última destapó el libro que le había comprado, se desinfló un poco porque ya lo había leído, pero dijo que no había problema, que lo tenía en digital y que también consideraba bueno tenerlo en físico. Aún así, note algo de desilusión en sus palabras; la herida que deja una expectativa no cumplida. 

Yo también me desinflé un poco por no haberle atinado al regalo y prometí cambiarlo. Por eso, ese mismo día, después de nuestra reunión, salí directo a la librería sin la factura de compra, rara vez guardo esos papelitos, únicamente con el libro envuelto en celofán transparente, y toda la disposición del mundo. 

Cuando llegué, me acerqué y le conté a la cajera sobre el cambio. “¿Y la factura?”, preguntó. Le dije que no la tenía, pero le di mi número de cédula para que mirara en el sistema la fecha de la compra. Luego de teclear frenéticamente, y de volver a preguntarme el número de la cédula, me dijo que no había problema alguno, que mirara con cuál libro lo quería cambiar. 

Comencé a pasearme, indeciso, por los pasillos de la librería, tomando los libros de los estantes, pesándolos, leyendo sus contraportadas. Una mujer, toda vestida de negro, con unos pantalones anchos como para tierra caliente, la de Bogotá en estos días, y con un sombrero colgándole a sus espaldas, andaba en las mismas, ojeaba libros con ansiedad, con varios en sus manos. 

Dejé de distraerme con la mujer de negro, y me acordé del nombre de un escritor al que quiero leer: Antonio Hungar. Pregunté por sus novelas y el librero me mostró dos. Le pregunté que cual consideraba mejor, y me indicó Tres Ataúdes Blancos. “Fue con la que se dio a conocer”, concluyó. 

Le escribí de inmediato a mi amiga: “Este es tu regalo de navidad, ¿ya lo leíste?”. “No”, respondió; luz verde para hacer el cambio. 


Coincidí en la caja con la mujer de negro. Llevaba un libro muy grande, como de arte, de esos que se suelen poner en los revisteros de las casas, y otro de ellos era “La Educación Sentimental”, de Flaubert. A Este último lo había liberado de su prisión de papel transparente, que también cargaba para que la cajera pasara el código de barras por el lector óptico. Momentos antes de entregar el libro, lo puso sobre el mostrador, lo abrió y leyó la primera página con suma concentración. 


¿Qué impulsó a la mujer a destapar ese libro, segura de que lo iba a comprar?, ¿habrá leído diferentes reseñas o comentarios positivos para comprarlo, digamos, a la ciega? ¿Le atrajo solo por el título que es tan enigmático y conciso? ¿Es una experta o fanática del escritor francés? 

Siempre, al momento de hacer la fila en la caja de en una librería, miro cuáles son los libros que están llevando las otras personas, e intentó descifrar cómo son, por qué los llevan, qué los aqueja. Todo lo que pienso de ellos no es más que una telaraña de suposiciones, pero es un ejercicio que me agrada. 

A la mujer de negro, quien quiera que sea y donde quiera que esté, le deseo una amena lectura.