Me refiero a la de la jeringa que saca sangre; una experiencia que siempre me desestabiliza.
Quizá todo está conectado con algo que me ocurrió siendo niño. Debía tener unos 6 o 7 años y como era regordete, el enfermero que me iba a sacar la sangre no encontró ninguna vena en los brazos, así que al sádico se le ocurrió la brillante idea de pincharme el cuello.
Me di cuenta de que las cosas estaban mal cuando vi que entraron otros cuatro enfermeros al lugar. Apenas me recostaron en una camilla, los refuerzos se concentraron en sujetarme las piernas y brazos, mientras el otro buscaba una vena del cuello. Yo me retorcía como un caimán amarrado, y gritaba con todas mis fuerzas, pero mi esfuerzo y las lágrimas que derramé no sirvieron de nada. Es una imagen que nunca se me va a borrar de la cabeza.
Ahora cuando me sacan sangre siempre muestro el brazo izquierdo, porque en el derecho nunca hay una vena a la vista. Luego me amarran un caucho (algunos utilizan un guante) alrededor del brazo para que la vena se pronuncie más y piden que apriete la mano.
Como toda la experiencia me da malestar, tanto físico como moral, procuro pensar en cualquier cosa y nunca mirar la aguja. Solo una vez, no sé por qué, me propuse mirar como la sangre llenaba el tubo donde la recolectan.
Ese día, en un cubículo cercano, le estaban sacando sangre a un niño pequeño y gritaba como loco llamando a su mamá. No sé si sus gritos revivieron mi trágico recuerdo de infancia, pero me fui del mundo por unos segundos. Cuando volví a tomar conciencia después del desmayo, un enfermero me tenía agarrado de las axilas para evitar que me cayera al suelo.
Desde ese día me prometí no volver a mirar la aguja.