martes, 5 de febrero de 2019

Amor telepático

De Vuelta al hotel mi hermana tiene sueño y no tiene ganas de comer, lo único que desea es rendirle un sincero homenaje a Morfeo. Yo también tengo sueño, fue un día largo de mucho caminar y calor, y muchos vasos de jugo de piña con hielo. 

Aparte del cansancio yo si tengo hambre, y a esta la acompaña un antojo de sushi. La culpa de que me agrade ese plato oriental la tiene María Angélica, con quien salí hace ya varios años.  En nuestra primera cita escogió comer eso. En ese entonces no se me pasaba por la cabeza comer pescado crudo, pero lo probé y me quedo gustando. Después de 4 meses las cosas con María no salieron bien, pero quedó el sushi, es decir, el descubrimiento de mi gusto por ese plato. 

Le comunico el antojo a mí hermana y me dice, con voz y cara de cansancio, que me va a acompañar, así ella no vaya a comer. Le digo que tranquila, que se quede durmiendo; igual no me parece traumático comer solo, incluso, a veces me gusta hacerlo. 

Salgo a deambular por el barrio en actitud flánerie, y a pocas cuadras encuentro un restaurante de sushi. La puerta del local es pequeña, pero apenas entro, revela un restaurante amplio. El lugar está muy lleno, y casi todas las mesas están ocupadas por 2 o más personas que levantan sus voces y risas sobre la música del lugar. 

Me siento en una mesa florero, en medio de la mitad de otras tantas, con personas que ríen, beben y comen. 

A mí lado derecho hay una pareja. La mujer tiene la piel bronceada, una camisa que deja ver sus hombros, con un escote que también deja ver el inicio de sus senos que desafían la gravedad; una falda que a ratos parece pantalón y ratos lo contrario, y unos zapatos cafés con tacón de plataforma. Su cara está pintada de manera que sus ojos resaltan; son negros de pestañas largas. De vez en cuando le da sorbos a un cóctel de color amarillo intenso servido en una copa de martini, ubicado estratégicamente para que solo tenga que inlcinarse levemente hacia adelante cada vez que lo quiere probar. 

El hombre lleva una pinta más relajada: Una camisa azul con las mangas arremangadas, jeans con algunos rotos y unos zapatos cafés que lucen cómodos. A su lado hay un vaso de mojito al que solo le quedan las hojas de hierbabuena apachurradas en el fondo. 

El lenguaje corporal de la mujer, reclinada en la silla y con los brazos cruzados, es desafiante, junto con una mirada muy seria, que contrasta con sus finas facciones. Es una lástima que no sonría. 

Parece que evitan sus miradas; ella inmersa en sus pensamientos y él prestándole atención a un televisor que muestra unas imágenes de mujeres surfeando,  con cuerpos tonificados, y que castigan las olas con latigazos de sus tablas. 

Me pregunto si sostienen una conversación telepática; si ese silencio prolongado es su forma de quererse, porque ¿quién dice que el amor es solo abrazos, diálogo y besos? 

La mesera llega a su mesa con un plato de sushi muy verde, con aguacate y algún pescado blanco. El hombre y la mujer comienzan a llevarse los bocados de sushi a sus bocas y continúan sin hablar. A ratos parece que cruzan sus miradas, como si estuvieran atravesando un pico o clímax en su conversación mental, pero pronto vuelven al mutismo sentimental. 

Apenas acaban el plato de sushi, el hombre por fin pronuncia algo: “¿Nos trae la cuenta por favor?”; palabras dirigidas a la mesera que llega a recoger la mesa y a preguntarles qué tal les pareció todo. 

Poco después la mesera llega con un cofre pequeño de madera, dentro del que viene la tirilla de la cuenta. El hombre deja de mirar a las mujeres surfistas, se pone de pie y saca su billetera del bolsillo derecho del pantalón. 

“ ¿Tienes uno de 2000?”, le pregunta a su acompañante. Ella asiento con la cabeza, busca su billetera, roja y gruesa, saca un billete muy arrugado y lo pone sobre la mesa. 

La pareja abandona el lugar para continuar con su amor en silencio.