Lavar los baños fue lo más productivo que hice en el día. Después de eso, un velo de desazón cubrió mi voluntad, una mezcla entre aburrimiento y cansancio; sobre todo lo segundo. Luego del almuerzo, sentí como si no tuviera fuerzas para hacer nada.
Ante tal panorama, digamos, desolador, entré en modo de emergencia y decreté, en un corto monólogo mental, un decreto personal para hacer nada; solo un decir, pues entre mis planes estaba leer. Leer como si el mundo se fuera a acabar, leer de manera ansiosa, como si las letras tuvieran la misma importancia que el aire tiene para poder sobrevivir.
Pero les decía que después del almuerzo un cansancio milenario se apoderó de mí, así que me eché en la cama y entré en uno de esos estados de duermevela, en los que no se descansa del todo, porque hay rastros de remordimiento en la conciencia, producto de no hacer nada, nada en el sentido productivo que tenemos clavado en la cabeza.
No sé bien cuánto tiempo duré ahí, tendido en la cama, mientras miraba al techo, esperando que me dijera en qué consiste realmente la vida, uno de mis pasatiempos favoritos. En medio de eso, y como el techo seguía sin decirme nada, pensé: “Qué carajos me voy a dormir”. Cerré los ojos para entregarme a la tarea, pero a los pocos minutos sonó el celular. Luego de atender la llamada, aunque todavía sentía cansancio, el sueño se había esfumado.
Entonces decidí, decidió mi cerebro, o ese otro yo que me habita, que era el momento perfecto para hacer una torta de manzana. Me puse de pie a regañadientes, tratando de exponerles mis razones para no hacer nada, que horas antes había expedido un decreto sobre el tema, pero no me hicieron caso y al final terminaron por convencerme.
Al final, no leí como si el mundo se fuera a acabar, pero lo haré a las 11 de la noche, hora en la que prefiero hacerlo. Ojalá el cansancio no vuelva a aparecer.