Voy por la calle y quiero hacerle una pequeña entrevista a alguien, no importa quien, sin llegar fastidiarlo, por eso me demoro en seleccionar a la persona indicada. Son las 6 de la tarde y todos camina de afán, cada quién está inmerso en su mundo interno, rumiando sus aciertos, triunfos y/o derrotas del día, el año o toda una vida. Veo una mujer bajita que va unos pasos delante mio. La llamo: "Señora, señora". Cuando estoy a punto de repetir la palabra una vez más ella frena, se voltea y me pone atención.
Abre sus ojos, de color negro, y me mira con cara de sorpresa. Le explico en que consiste mi proyecto de escritura y acepta que le haga las preguntas. Cuando termino y creo que no va a hablar más, comienza a contarme una historia, con varios detalles, sobre su primer amor. Después de 14 años se reencontró con ese hombre y luego vivieron durante 6, hasta que se separaron. Me dice que todavía se quieren mucho pero que ya no se buscan. Le doy las gracias, me despido y ella también lo hace con una gran sonrisa.
Aunque sea difícil de creer, las personas, casi siempre, están dispuestas a hablar. Todos llevamos miles de historias encima que nos gustaría compartir, pero nadie se atreve a preguntarnos algo. Es asombroso cómo una sencilla pregunta permite que las personas hablen de forma sincera.
Tal vez, hablar con extraños es algo que nos hace falta; contarle a completos desconocidos sobre esos asuntos que nos taladran día y noche la cabeza, pero que mantenemos en secreto frente a nuestros amigos o familia.
Saber que la otra persona no puede sacar ningún tipo de ventaja sobre la información que le suministramos y que, probablemente, nunca la vamos a volver a ver en la vida, es algo realmente aliviador.