Ya casi es de noche y estamos en una sala de espera. Esperamos. Eso hacemos mi hermana, mi madre y yo, y pues de ahí su nombre, me refiero al de esas salas, ¿no? No es una sala cualquiera, es decir, no es la de un consultorio odontológico, donde uno va a un control rutinario, sino la sala de espera de un hospital.
Los que llegan tienen que quedarse de pie, pues no hay lugar donde sentarse. Todos los sofás de la sala, de cuero negro, rígidos y de aspecto frío, están ocupados por nosotros, personas con caras largas que ya no sabemos qué hacer aparte de mirar el celular, hojear un libro, una revista o conversar; en un lugar donde, al parecer, el tiempo se expande de forma extraña.
Parece que eso de conversar lo hacemos desinteresadamente, como para aplacar esa ansiedad y tensión que permea la sala. Un hombre, aprovechando que dos mujeres se levantan del sofá en el que está, se recuesta sobre él boca arriba, y sólo deja un puesto libre. El celador se acerca, le da dos golpecitos con el dedo índice en una pierna y le dice: “Los sofás son para todas las personas”. El hombre, con cara de cansancio, se reincorpora de inmediato y lo encara. Alega que ha estado ahí desde las 3 de la mañana, murmura otras palabras ininteligibles, y les dice a sus acompañantes que va a salir a dar una vuelta.
Hay dos puertas a los extremos de la sala: una que da a las salas de cirugía y la otra al pabellón de maternidad. Cada cierto tiempo, de la primera, el celador que la vigila dice fuerte: “Familiares de Fulanito de tal”, y estos se ponen de pie para hablar con el doctor que acaba de realizar una cirugía a uno de sus familiares.
Es nuestro turno, y el celador pronuncia el nombre de mi padre. Mi madre y hermana, que están hablando, no se dan cuenta. “Ya nos llamaron”, les digo y nos acercamos a conversar con el doctor, un hombre de aspecto bonachón, de unos cincuenta años, que se quita un tapabocas segundos antes de apretarle la mano.
Con una amplia sonrisa nos tranquiliza, al tiempo que nos cuenta que todo salió bien, y que ya sólo debemos esperar a que pase el efecto de la anestesia.
El gesto de mi madre, despojado de toda tensión, es otro. A mí izquierda el celador, ese voceador de nombres, juega con un esfero en su mano. Aprovecho para preguntarle cómo es cuando las noticias no son buenas, que si las dan ahí mismo. “Si, un poco más hacia adentro” responde.