Recuerdo que en el colegio teníamos un tiempo en el que podíamos ir a la biblioteca a leer lo que quisiéramos. En ese entonces, sin computadores donde buscar el catalogo de libro disponibles, existían unos ficheros que estaban dentro de unos cajones de metal con la información de todos los libros.
Lo que uno tenía que hacer era anotar la información del libro, nombre autor y año de publicación, y llevársela a la bibliotecaria, una mujer rolliza y de pelo negro muy largo, para que lo buscara. Un día encontré un título que me llamó la atención y cuando lo solicité, resultó ser un libro pequeño con ilustraciones, en el se contaba la historia de un niño que se iba de vacaciones a la playa con su familia. Era gracioso o por lo menos así me parecía en ese entonces, y se podía leer rápido.
Muchas veces pedí el mismo libro; no sé por qué me cautivaba tanto, supongo que podía relacionarme de alguna manera con el personaje principal y lo que le ocurría, aunque fueron pocas las veces que fui a la playa durante el colegio.
Un día vi que un amigo estaba muy indeciso y no sabía que libro pedir. Le pregunté que qué le pasaba. Me dijo que casi siempre escogía libros que lo aburrían mucho. No dude ni un instante en recomendarle mi gran descubrimiento (poco sabía, en ese entonces, lo difícil que es recomendar libros, y que por más de que a uno le gusten, no significa que van a tener el mismo impacto en otros) y me sentí bien de poder hacerlo.
Al finalizar la hora de lectura, me acerqué a él y le pregunté cómo le había parecido. Me dijo, sin ningún brillo de emoción en sus ojos, que le había agradado, pero nada más. Era claro que le había gustado, pero no al mismo nivel enfermizo mío.