miércoles, 25 de julio de 2018

El esfero mágico

Ayer almorcé tarde, a eso de las tres de la tarde. Al restaurante que decidí entrar estaba casi desocupado; solo había una mujer en otra mesa cuchareando un plato de sopa con desgano. “Todavía hay almuerzo”, pregunté. Si me respondió un mesero, al tiempo que extendía uno de sus brazos invitándome a sentar en una mesa. 

Apenas me senté me englobé en mis pensamientos, hasta que el mesero se me acercó, con las manos en la espalda, como si lo hubieran regañado, a preguntarme cuál de los dos menús quería, si el de pescado o el de carne. Me decidí rápido por el primero. Apenas le mencioné mi decisión, el hombre dio medía vuelta de forma ágil y se fue. 

Al rato, mientras ordenaba las mesas y corría de un lado para otro, paso por mí lado, recogió un esfero plateado que estaba en el piso y me dijo: “Mire, se le cayó, esto”. “No es mio, pero gracias”, le respondí, al tiempo que me lo pasaba. 

Es un esfero común y sencillo, de tinta negra; de esos que dan como souvenirs en las empresas y, a pesar de que no es de gel, como los que me gusta usar, decidí quedarme con  él. 

Tal vez sea posible que las buenas ideas no solo sean producto de nuestra imaginación, sino también se deban, en gran parte, a la herramienta que utilizamos para consignarlas en una hoja. 

Por eso me quedé con el esfero. Quizá su aparición en mi vida no fue una simple casualidad y  su tinta esconde quién sabe que cantidad de grandes historias. Les estaré contando.