viernes, 11 de marzo de 2022

“Tres años, diez meses y catorce días”

Esa es una de la cuentas regresivas que lleva Bruna Husky, la protagonista de la saga futurista de Rosa Montero.

Si no recuerdo mal, las replicantes como Husky son programadas para vivir hasta los 27 años, edad en la que se les acciona un cáncer fulminante, genéticamente programado.

De pronto sería bueno saber la fecha del día en que vamos a morir.

Eso me recuerda al personaje de un Articuento de Millás que está en un aeropuerto. Cuando se acerca al mostrador le dan un documento para que diligencie sus datos personales. El hombre comienza a leer los campos y se da cuenta de que al lado de la fecha de nacimiento, hay otro campo que dice: Fecha de muerte.

Si es muy complicado llegar a conocer esa fecha, deberíamos saber entonces aquella en la que nuestra existencia va a caer en picada, ese punto de partida en el que adquirimos más propiedad de bulto que de ser humano; eso para poder usar con algo de sentido y propieda ese cliché de “vivir como si fuera el último día”.

Pues sí, con tal dato en nuestro cerebro imagino que la cogeríamos suave y dejaríamos de lado tantas ínfulas de grandeza.

El escritor peruano Julio Ramón Ribeyro cuenta en sus diarios que tal vez sería bueno no vivir más allá de los 50 años. Parece poco tiempo, pero de cierta forma lo entiendo; la vejez es una putada.

Nuestra vitalidad debería repartirse de mejor forma a lo largo de la vida, qué sé yo. Cuando somos pequeños y en nuestra adolescencia, deberíamos poder reservar algo de energía para la vejez; aunque lo más probable es que si existiera esa posibilidad no le prestaríamos atención, pues el afán de vivir, de experimentar, de gozarnos la vida hasta los límites del agotamiento lo consideramos como lo normal, ¿acaso no? Llevamos fija la idea de vivir al máximo antes de que nos llegue la muerte.

Todo es extraño.