Me acuesto pensando: “voy a dormir hasta el fin del mundo”. Mi plan fracasa de manera rotunda y algo: un sueño, un ruido, qué sé yo, me despierta a las 4 y media de la mañana.
¿Qué por qué sé la hora? Porque no me aguanto las ganas de mirar el celular, aunque siempre tengo presente un artículo que leí una vez, que decía que cuando eso ocurre lo mejor es dar media vuelta, cerrar los ojos, intentar quedarse dormido de nuevo, y no pensar o ponerse a hacer cálculos de cuántas horas de descanso quedan, para no espantar el sueño.
De hecho fue lo primero que hice, pero el sueño se largó de la habitación, y ahora la cubría un pesado manto de vigilia. Pasados unos minutos, después de llegar a esa conclusión, fue que tomé el celular para mirar la hora.
Me puse las gafas tomé una de las almohadas que siempre tiro al piso y faroleé un rato por las redes sociales, hasta que me dije: “mi mismo, tratemos de dormir”. Así que me acomodé de nuevo, pero algo me decía que no iba a poder quedarme dormido de nuevo.
Fue ahí cuando caí en cuenta de la algarabía de los pájaros, que trinaban a un volumen alto. Imagino que estaban gritando, cada uno tratando de exponer sus ideas a trino herido, tal cual como lo hacemos en twitter. Es posible que esa discusión haya sido la que me despertó.
Imagino que era una manada de copetones. Me concentré en escucharlos, deseando entender de qué hablaban o alegaban.
Cuando caigo en cuenta de que entenderlos es imposible, me dedico a escucharlos. Es un ruido apacible, y surge un efecto similar que el de una cascada.
Siempre que escucho los trinos de los pájaros, recuerdo algo que me contó mi madre del día en que nací. Ella, acostada en la cama del hospital, también escuchó muchos pájaros trinando. Ella dice que estaban alegres, pero estoy seguro que los que yo escuché hoy discutían.