martes, 13 de julio de 2021

El servicio

A Juvenal García le gusta jugar tenis y, aunque lo hace muy mal, es un deporte que disfruta.

Todos los domingos madruga, se ducha con agua fría y luego se viste con su mejor outfit deportivo: Pantaloneta, tenis, medias hasta la rodilla, balaca, todas prendas blancas, y luego mete su raqueta Dunlop dentro de un estuche negro que heredó de su padre, un gran jugador de ese deporte, de quien Juvenal solo heredo el gusto por él.

Después va a la cocina y se toma un café oscuro y humeante, un vaso de jugo de naranja y luego se come dos galletas integrales. Cuando Cristina, su esposa, le pregunta por qué desayuna tan poco, responde: “nada peor que un jugador con el estómago lleno, cariño”, sonríe y se despide dándole un beso.

En sus primeros días, cuando llegaba a las canchas públicas del distrito, no le costaba encontrar rivales. Pero ahora nadie quiere enfrentarse con él, pues conocen su pobre nivel de juego.

Hoy le toco contentarse con tener como rival a un señor gordo, de bigote y mirada entusiasta, que no había visto nunca. Parecía ser peor jugador que él, pero con tal de jugar y no quedarse con lo brazos cruzados observando los otros partidos, no le importó.

Juvenal comenzó a jugar con desgano, subestimando a su rival y perdió el primer set 6-3. De ese discutió la última bola, pues según él había pegado fuera, pero como la cnaha es de arcilla, cuando ambos jugadores fueron a validar el punto, se alcanzaba a a ver la marca de la pelota que había mordido la raya.

Para el segundo set juvenal tomó en serio a su contrincante y luchó cada bola como si su vida dependiera de ello. Bufaba en cada uno de sus saques y el resto de paisaje se le borró de su mente; solo tenía en ella a la cancha y al gordito bigotudo, que se veía fresco y ni siquiera parecía sudar. El último punto de ese set lo ganó con un As.

Los partidos que se jugaban en esas canchas eran a tres sets, por la alta demanda que tenían. Cuando Juvenal cambió de lado con su contrincante, se dio cuenta que varios jugadores estaban mirando el partido, que quizá no tenía a los mejores jugadores, pero la intensidad con la que estaban jugando no tenía nada que envidiarle a una final de un Grand Slam.

Esa intensidad, en vez de decaer se incrementó y ambos jugadores les resbala el sudor por sus caras enrojecidas. Alargaron ese ultimo set hasta que el marcador era 7-4 a favor de su contrincante.

Luego de dos horas de partido, su oponente tenía un match point a su favor. Antes de servir, juvenal se fue a una esquina del campo, destapo la botella de agua que le había empacado Cristina, le dio un sorbo, y se echó el resto del contenido en su cabeza. La batió y miro a su contrincante, pero como lo tenía a contraluz, no pudo descifrar la expresión de su cara.

Luego Metió la mano en el bolsillo, acarició la pelota de tenis con la que iba a servir y respiró profundo. Se inclinó e hizo rebotar la pelota contra el piso 1, 2, 3 veces y luego se subió los hombros de la camisa y se paso la lengua por los labios justo como lo hacía Andre Agassi, su jugador favorito.

Lanzó la bola al aire, y le pego con toda su fuerza. La impactó justo como quería, pero la bola mordió la malla.

“¡Falta!” gritó, a manera de juez improvisado, alguien del público .

Y ahí estaba, a punto de servir otra vez. Sabía que si lo hacía con prudencia para evitar una segunda falta, cabía la posibilidad de quedar a merced de su contrincante, que gordito y todo tenía un buen drive. También sabía que si servía como si nada, imprimiéndole toda la potencia a su saque, podía cometer otra falta y perder, quizás, el mejor partido que había jugado en toda su vida.

Decidió servir con prudencia, mejor prolongar el juego todo lo que pudiera. El público se calló, y sintió como una gota de sudor le escurría por el costado izquierdo de su cara. Lanzó la bola al aire y, en media fracción de segundo, Juvenal cambio de parecer, pues no es de ese tipo de personas que actúa con miedo de las consecuencias de sus actos.

Siempre había pensado que era mejor arriesgarlo todo, así las cosas pendieran de un hilo. Así lo hizo con Cristina. Sus amigos pensaron que nunca la iba a conquistar, pero él esperó el momento preciso para declararle su amor y las cosas funcionaron.

Concluyó, cuando la bola estaba en el punto más alto, que, como en esa ocasión, no tenía nada que perder: o hacía falta o el partido de tenis o el de la vida continuaba.

Sirvió con tanta potencia que sintió un vibración hasta su hombro, producto del impacto de la raqueta con la pelota.

La pelota se quedó en la malla.

Sonrió. “Mejor hacer doble falta que quedarse con la duda”, pensó