Suena la alarma del depertador que me empuja hacia el precipicio de la vigilia. Mientras voy cayendo en él, y antes de estrellarme del todo con el día por delante, me pregunto “¿Acaso no es sábado?” Sí lo es, así que oprimo uno de los botones para que deje de sonar. Al rato recuerdo que tengo una cita médica.
Dejo que el radio despertador suene tres veces más, y doy media vuelta para esperar que suene el intro de Hightimes, la canción que tengo configurada como alarma del celular. Por fin decido levantarme, me baño y me voy sin desayunar. Sé que es malo, pero debido a mi indecisión y modorra se me hizo tarde.
Llego faltando 10 minutos. Camino un corto trecho hasta llegar al edificio de consultorios y cuando llego al ascensor miro el reloj y ya solo me quedan 5 minutos, ¿En qué momento se esfumaron los otros cinco?, pienso, mientras vuelvo a presionar el botón del ascensor, confiado en que eso hará que llegue más rápido, pero no. Está en el piso 7 y no se mueve. Al poco rato comienza a bajar 5..3..1 y apenas se abren las puertas sale un niño corriendo y la mamá detrás de él, ahora solo me quedan 2 minutos.
Subo y me te toca el papel de asensorista: Los ocupantes me empiezan a dictar los pisos a los que van: “Por el favor el 3”, “el 5, por favor, ahh ya está, gracias”. “Es tan amable el 7”. Cumplo mi labor de la mejor manera.
Cuando llegó al quinto piso, la mitad de la sala de espera está llena, y la mayoría de las personas miran su celular. La recepcionista está hablando con otra persona, pero al tiempo por teléfono y no es claro a quién le presta más atención. Ahora queda un minuto para la hora de mi cita. La mujer despacha al hombre delante de mi y me pide mis datos. Cuando termino de dárselos me dice: “hay dos pacientes antes de usted”.
Me siento al lado de una adolescente malacarosa que lleva una sudadera de color negro, el mismo de sus ojos y pelo, y me pongo a leer un libro. El rato llega una familia con un niño pequeño y se sientan en la hilera de sillas de enfrente. El niño se arrastra por el piso jugando con un carrito que a cada rato termina debajo de las sillas de los otros pacientes. En un momento cae debajo de la silla de la adolescente de sudadera negra, quien lo recoje y se lo pasa a los padres del niño. La miro y esta roja como un tomate, quién sabe porque le habrá dado pena.
Por fin me llaman a consulta.
La doctora me espera en su escritorio; siempre luce tranquila, como si estuviera en un estado zen eterno, y la música clásica que sale de unos parlantes, que no están a la vista, potencializa esa imagen de calma.
Me pide que le muestre los exámenes, y mientras se los paso, pienso: ojala que no me haya rajado. Los mira por encima, mientras me distraigo mirando la pared de la que cuelgan todos sus diplomas. Después de un tiempo me habla y dice que todo está bien, y me hace pasar a una camilla donde me toma la tensión, me ausculta la espalda y el pecho , me hace tomar aire y botarlo y, finalmente, me pide que me vista.
Nos despedimos, y antes de salir del consultorio hablo con la secretaria para programar la cita de control dentro de unos meses. “¿Cómo le fue?, me pregunta. Le cuento que bien, que la doctora me felicito porque todo, al parecer, está en orden. “Que bueno”, responde la mujer y me pide la plata de la consulta. Le paso un billete y me dice que no tiene cambio, “¿Tiene uno de 2000 Juan?”. Hago unas cuentas raras en mi cabeza y la mujer nota mi duda y me dice “¿Qué le pasa está enamorado?, sonrío y sin dejarme contestar concluye, “eso no se enamore que eso es malo, en serio”.
Lo dice en broma, pero siento que sus frases tienen algo de verdad, que se muere por contarle a un extraño, como yo, los detalles de una desilusión amorosa. La mujer consigue las vueltas con la doctora.
Luego de que me las da, me dice: “Pues sí, eso le digo y ríe un poco”. A manera de acto reflejo de conversación, se me ocurre decirle: “No, pero enamórese”, y responde de inmediato. “Si claro, enamórese de la vida”, vuelve a reír y concluye: “No, ¿eso pa’ qué?”.
Le doy las gracias y me despido.