miércoles, 10 de octubre de 2018

La cocina

Siempre he pensado que la cocina, en la mayoría de los hogares, es un espacio que inspira mucha paz, un lugar donde no hay necesidad alguna de aparentar; muy diferente, por ejemplo, a los corredores, que no dejan de tener algo extraño, como si hicieran y no hicieran parte de las casas, y que a pesar de ser esa columna vertebral que conecta los diferentes espacios, no dejan de ser fríos. Que levante la mano quien diga que no siente algo de molestia cuando tiene que transitar uno, bien entrada la noche, sin nada de luz y con sonidos que se amplifican al mil por ciento. 

Hoy una amiga me recibió en su casa y comenzamos a hacer visita en su cocina. Es pequeña al igual que todo lo que contiene: horno pequeño, nevera pequeña, etc. pero quizás esa falta de opulencia es lo que hace que sea un lugar muy acogedor, un lugar en el que uno quisiera quedarse a echar globos, con una taza de café en la mano, una tarde entera, por ejemplo. No vi un radio despertador viejo, pero fijo estaba en algún rincón fuera del alcance de mi vista; otro objeto, creo, que no puede faltar en una cocina, por lo menos en una que se respete, me refiero a esas acogedoras, en las que uno se siente completo. 

Me senté en una especie de barra, pequeña, por supuesto, y mi amiga me contó, con algo de nostalgia en su voz, que ese era el lugar preferido de otra amiga con la que se dejó de hablar por un malentendido tonto; que siempre que llegaba a hacerle visita exigía que fuera en la cocina para ella poder sentarse en el bar; así llamaba a esa barra, y si uno fuerza un poco la imaginación es fácil imaginarla como tal. 

Sobre la barra había un plato con un aguacate maduro y brillante, y un racimo de bananos, algunos con manchas negras. Mi amiga se sirvió un vino y la conversación que sostuvimos fluyó sin mucho esfuerzo, hasta que comenzaron a llegar el resto de los invitados.