viernes, 1 de agosto de 2025

18 de marzo de 1873

Es una noche fría.

La puerta del estudio está cerrada y solo se escucha el golpeteo de las gotas contra la ventana y el crujir de la madera de una pequeña chimenea ubicada en una esquina.

Sentado en su escritorio, moja la pluma en el tintero. Tiene ganas de escribir algo, lo que sea. No le importa. Lleva días de sequía creativa y la rabia lo acompaña.
¿Acaso no soy escritor?, se pregunta.

Se rasca los pelos de su barba canosa y larga, que casi alcanza a rozar el papel, y le da un sorbo a una taza de kumis de leche de yegua. Le han dicho que sirve para mantener a raya la tuberculosis.

La bebida es ligeramente alcohólica, y eso influye en su producción artística. Hace unos días le escribió a su hija en una carta: “La pereza se apodera por completo de uno cuando toma kumis.” Se siente estancado.

Quiere abandonar el proyecto en el que ha trabajado durante meses: una novela histórica sobre Pedro el Grande. Siente que va para ningún lado. Sin saberlo, otra historia ha comenzado a germinar en su cabeza gracias a Anna Stepánova, una mujer alta y de ojos grises que trabajaba como ama de llaves para uno de sus vecinos.

Sabía que ella y su esposo discutían con frecuencia por los constantes coqueteos de este con las institutrices. Acabada por los celos, Stepánova le envió una carta en la que le decía: “Tú eres mi asesino; serás feliz con ella, si los asesinos pueden ser felices. Si quieres verme, puedes encontrar mi cuerpo en los rieles de Yasenki.” Stepánova cumplió su promesa. Al poco tiempo, se arrojó a las vías del tren.

Vuelve a poner la pluma en el tintero y se pone de pie. Suspira. Camina hasta la ventana y mira a través de ella. Solo distingue las luces de algunas casas vecinas. Luego va a su biblioteca y toma un libro de relatos de Aleksandr Pushkin.

No vuelve al escritorio, sino que se sienta en un sillón cerca de la chimenea y abre el libro. Algo de lo que lee despierta en él el deseo de escribir, pero ya está cansado. Se va a dormir.

Al día siguiente se levanta temprano y desayuna de afán.
—¿Qué te ocurre? —le pregunta Sofía, su esposa, al notarlo con ánimos renovados.
—Tengo que sentarme a escribir —responde.

Ya en su estudio, se despreocupa de pensar en una trama sobre la corte de Pedro el Grande en el año 1700. Aún bajo la influencia de Pushkin, se sienta en el escritorio, entrelaza los dedos hasta que crujen, toma la pluma y antes de comenzar a escribir piensa en Stepánova. Luego describe una fiesta de la alta sociedad donde una esposa frívola tiene una aventura sin que su buen marido lo sepa.

Cuando termina su jornada de escritura, le comenta a Sofía:
—He escrito una página y media, y me parece buena.

Antes de irse a dormir, pasa por su estudio para releer lo que escribió. Le basta con la primera frase:

Todas las familias felices se parecen, las desdichadas lo son cada una a su manera.

No tiene claro de dónde salió la frase. La lee y la relee, la puntúa de diferentes maneras.

La frase lo descoloca. No sabe si es buena o solo una tontería más, otra hoja que va a arrugar y botar a la papelera. Se la graba de memoria. Le sorprende que en tan pocas palabras haya espacio para tal cantidad de contrarios. Hace ruido. No puede ignorarla. Siente que es el inicio de un gran proyecto.

No celebra. No corre a contarle a Sofía que ha escrito una de las mejores frases de su vida. 
Guarda la hoja en una carpeta, la mete dentro de un cajón del escritorio y sale del estudio.