jueves, 6 de febrero de 2020

Pájaros

Le cuento a mi padre que asistí a una charla de Jeniffer Ackerman, autora del libro: The genius of birds, en el que relata lo inteligente que son las aves y como varía su inteligencia de especie a especie. 

Poco tiempo después de que comienzo a hablar mi padre me interrumpe. Me va a contar una historia. Lo sé porque cuando eso ocurre abre los ojos de determinada manera, sonríe y su cara se ilumina con miles de recuerdos. 

Ya sé cuál es la historia que me va a contar. A su edad casi siempre las repite, pero sus relatos nunca son iguales, siempre les añade nuevas arandelas narrativas que los hacen más ricos; da placer escucharlo hablar. 

Una vez le llevó de regalo a mi abuela una lora, pero cuenta que debía de ser como boba porque ella se empeñó en enseñarle a hablar dándole mantecada bañada en aguardiente y no sé qué más cosas mientras le decía: “Patojita quiere cacao”, pero la lora escasamente llegó a pronunciar un par de frases zonzas. 

La lora pasaba sus días en el solar, en la punta de un palo de madera del que ataban una cuerda a la pared para colgar la ropa. Ese lugar también lo habitaban unos pericos pequeños, verde-amarillos, que rara vez se metían con la lora. Al principio los pericos permanecían en su jaula, pero la abuela comenzó a dejarlos andar por la casa. Un hermano de mi papá estudiaba dibujo y él los llevaba, sobre sus hombros, a su mesa de trabajo. Los pericos lo examinaban todo, vaciaban los contenidos de los cigarrillos, dejando el tubo intacto y molestaban con los lápices, pero por lo general se quedaban en los hombros de mi tío mientras él dibujaba. 

En el patio también había un arbusto mediano que mi abuela regaba con agua que echaba desde una paila. Cuando ejecutaba esa tarea, los pericos se subían a las ramas más altas y se dejaban caer planeando para lavarse por completo, eso les encantaba. A veces la lora venía a fastidiarlos, pero solo bastaba con que uno de ellos le diera un picotazo en la cabeza para que se encaramara, alegando, de nuevo en su palo. 

Mi abuela seguía empeñada en hacer que la lora hablara, pero nada que lo conseguía. Un día, de repente, los que comenzaron a hablar fueron los pericos.