En el primero la mujer, que está sola, lee un libro, mientras una taza de blanca de porcelana reposa sobre la mesa. A ratos se la lleva hacia la boca, como en cámara lenta, sin dejar de mirar el libro.
Esa mujer, que vemos de perfil, es muy flaca, y lleva puesta una camisa blanca grande, un camisón, digamos, que le llega por debajo de la cintura casi hasta las rodillas.
El medio rostro de perfil que compone la escena deja entrever una nariz pequeña y unos unos ojos achinados , unos rasgos asiáticos difíciles de precisar.
La mujer ya no toma café y no está mirando el libro, sino que ahora mira hacia el frente, quién sabe en qué punto reposa su mirada, pues delante de ella solo hay una pared. Después de un rato de estar en esa postura, como rígida, como ida; completamente envuelta en sus pensamientos, recuerdos, angustias o neurosis, pasa una página y, de nuevo, le dedica toda su atención al libro, a la lectura. Luego de unas cuantas páginas vuelve a dejarlo sobre la mesa y queda, de nuevo, absorta en la contemplación de ese punto, ese agujero negro que, desde la posición en que nos encontramos, resulta imposible saber porque la absorbe de tal manera.
En el segundo, me refiero al momento, que podría ser el nudo, aunque parece que los momentos que contemplamos no llevan implícito ningún conflicto, y que la mujer simplemente disfruta de un café mientras lee un libro o viceversa; la mujer se pone una cachucha de color rosa y una gabardina negra. Imaginamos entonces que le dio frío, ya sea porque acabo su bebida caliente o porque ese punto, ese vórtex, quizá de la conciencia, que mira como quien no quiere hacerlo, le produce esa sensación térmica.
En el tercer y último momento, la mujer ya no está. Nos despistamos un segundo y se desapareció. Podemos suponer que se puso de pie y abandonó rápido el lugar, pero atrae más pensar que ese punto, ese hueco que la distrajo todo el tiempo, la trago sin dejar rastro.