sábado, 31 de marzo de 2018

Un hombre sin nombre

Ayer, en un centro comercial, un hombre de unos cuarenta años que iba adelante en la fila del café, ordeno un capuchino mediano y una porción de torta. Después de que la cajera le dijo cuanto debía cancelar por el pedido, y de que el hombre sacara la billetera de su pantalón para pagar, la mujer le preguntó por su nombre.

Noté el gesto tranquilo del hombre, previo a abrir su boca para pronunciarlo y, justo luego, como su cara, en una fracción de segundo, adopto una expresión de confusión. “Mi nombre?” Preguntó, con una de esas sonrisas al borde de la desesperación. “Si por favor, para llamarlo cuando su pedido esté listo”, le respondió la cajera.

“Claro mi nombre”, dijo, pero su cara se puso como un queso, y se llevó ambas manos a la cabeza. No sabía cuál era su nombre, se le había borrado de la cabeza, e iba derechito hacía un ataque de pánico. 

Un hombre de la fila, que dijo ser médico y, sin que nadie hubiera pronunciado la frase de película “¡Un médico!”, se acercó al hombre y le dijo que tratara de respirar hondo y profundo, pues había comenzado a respirar de forma agitada. El médico le dijo: “Respire como le digo señor, o va a hiperventilar. El hombre le hizo caso. Al rato, un poco más calmado y tal vez sintiéndose como un bulto al no tener nombre, recostó su espalda contra una pared, se dejo deslizar hasta el piso, para luego esconder la cabeza entre las rodillas y comenzar a llorar.

Al rato llegaron unos empleados del centro comercial, con una camilla y uno de ellos iba con un botiquín, como si al hombre sin nombre le hubieran metido un patadón en un partido de fútbol. 

Apenas vio todo el alboroto que había causado su nombre, no-nombre o, más bien, la pérdida de este, se puso de pie y dijo que ya estaba bien. “¿Cómo se llama?” le preguntó el médico, “Jairo Meneses”, respondió al instante, pero a mí, que veía la escena desde lejos, por si acaso su condición era contagiosa, me pareció que se lo inventó en ese momento.