Afuera hace frío, la luz del día se va apagando mientras furiosas ráfagas de viento sacuden las ramas de los árboles.
María entra. Es una niña de pelo negro hasta los hombros; lleva una falda blanca con leves manchones, que dejan ver unas piernas flacas, que terminan en unas baletas negras desgastadas. Camina con pasos tímidos, como si quisiera flotar, y sus manos exhiben una caja con esferos de colores. Tiene la mirada clavada en el piso y mientras se pasea por el lugar va dejando uno en cada mesa.
Apenas termina el recorrido aleatorio que se le ocurrió en un segundo, comienza a recogerlos. De la primera mesa que se cruzó en su camino toma un esfero azul plateado. El hombre que la ocupa está absorto en la tarea de tomarle foto a un plato de comida y no la mira, incluso parece que le incomoda su presencia.
María parece, más bien, un alma en pena que vaga por entre las mesas. Pasa por otra donde dos señoras hablan sobre compra de apartamentos en el exterior que cuestan millonadas. Está claro que los esferos no valen nada para ellas. El que había dejado en esa mesa es morado. Lo recoge y manipula el mecanismo retráctil con el dedo pulgar de su mano derecha. A ella, aunque no sabe escribir, si le gustan mucho los esferos que vende.
Luego se dirige hacia una mesa del fondo, donde una pareja está sentada. Son los únicos que la miran y le sonríen; incluso intercambian unas palabras con ella, pero no le compran ningún esfero.
La cara de María no refleja rabia, sino solo cansancio. De la mesa de la pareja recoge el último esfero, uno verde crema, y abandona el lugar con el mismo paso ligero con el que llegó.