Antes de ayer me acosté casi a la media noche. Ocurrió ese evento extraño en el que apenas me meto debajo de las cobijas el sueño se esfuma. Volteé a mirar el mueble modular que hace sus veces de mesa de noche y vi un libro grueso.
Caí en cuenta de que era La Tentación del Fracaso, los diarios de julio Ramón Ribeyro, el cual leo desde hace mucho tiempo.
Como el sueño se esfumo decidí leer un par de entradas. Pienso que no debería demorarme tanto tiempo leyendo un libro, pero al poco rato no le hecho más tiza a ese asunto, pues ¿qué más da? No se lee para cumplir con una estadística de libros leídos al año; lo que importa es leer al ritmo que a uno le dé la gana y ya está.
Leo una entrada del 20 de diciembre de 1975 que me gusta mucho. En ella el escritor peruano cuenta que escribir, para él, es un asunto personal y una tarea que se impone porque le agrada, lo distrae o, en últimas, le ayuda a seguir viviendo.
Esa, creo, es la mejor forma de escribir,solo hacerlo por el mero placer de contar algo, desde una experiencia de vida o muerte hasta ver pasar una mosca volando.
Hace un tiempo una mujer preguntó en una red social: “¿A qué edad a comenzaron a escribir de verdad, es decir, a qué edad publicaron su primer libro?" Eso, imagino, quiere decir que, si uno escribe solo porque le gusta hacerlo, entonces lo hace de mentiras.
Ribeyro decía en esa misma entrada que publicar es un fenómeno diferente, una gestión que encomendaba a otra parte de su ser, ese administrador, bueno o malo, que todos llevamos por dentro.
Un ente aparte, del que el escritor se desentiende y que, por lo general, le da el estatus de mercancía a la obra y la vende a quién considere necesario.
“Escribo porque me gusta y publico para ganar dinero”, concluye Ribeyro.
A la larga esto tiene que ver mucho con lo que alguna vez le oí a decir a Millás: “Publicar es un efecto secundario de escribir”.