Ese es el título de un libro de crónicas de Alberto Salcedo Ramos. Lo acabo de ver en mi biblioteca y por eso escribo esto.
Recuerdo que lo empecé a leer en un viaje de trabajo a Cartagena. Teníamos que dictar 3 capacitaciones diarias y al final del día, cuando yo lo daba todo por echarme en una cama y no hacer nada, la que era mi jefe en ese entonces le daba por trabajar más.
Un día, debido a un cambio de grupos, lo teníamos libre, y como el hotel quedaba en la mitad de la nada, lejos de la ciudad, tomé un cupo de uno de los buses que salían para la ciudad vieja.
Para mi fortuna, mi jefe decidió quedarse en el hotel ese día y como ya estaba mamado de verle la mala cara todos los días quería pasar un buen rato solo.
El bus nos dejó, a mi y a otro par de personas, cerca de la Plaza de Armas, y el conductor nos dijo que a las 7 de la noche nos recogía en ese mismo lugar.
Lo primero que hice fue ubicarme, porque soy muy despistado y si me iba del lugar de una, seguro después no lo encontraba. Cuando ya creí haber ajustado mi brújula interna comencé a deambular por la ciudad vieja hasta que di con un restaurante de sushi, en el que venden un rollo con tiritas de naranja encima que no he visto en ningún otro sitio.
Eso lo vine a saber después en un viaje que hice con mi hermana, pues el día del que les hablo, no sé por qué me decidí por un arroz con langostinos que al final no me convenció del todo.
Después del almuerzo ya tenía cuadrada el resto de mi tiempo libre: meterme a un café y leer el libro de Salcedo Ramos, que no había podido tocar en todo el viaje, debido a las largas jornadas de trabajo.
Luego de caminar un par de cuadras encontré uno, pedí un capuchino con una porción de torta de zanahoría y me puse a leer como si el mundo se fuera a acabar, concentrado, con furía, o bien, con furia concentrada, si me entienden.
En medio de mi lectura cayó un pequeño diluvio universal, y el agua se estanco en las calles, pero el sol de la tarde la evaporó en menos de media hora.
Cuando faltaba una hora para tomar el bus, comencé a caminar hacia la Plaza de Armas por si de pronto olvidaba el camino y necesitaba tiempo para ubicarme, pero llegué sin inconvenientes, con más de 40 minutos de sobra, así que busqué otro café, pedí un jugo de piña con mucho hielo y me dediqué al fino arte de ver pasar la gente.