lunes, 8 de agosto de 2022

El día de su muerte

El día de su muerte Ramón Jiménez se despertó a la misma hora de siempre 4:30 a.m, por culpa de la alarma de su celular. Al poco tiempo se puso su sudadera y salió a trotar los 45 minutos sagrados de todos los días, al parque que queda detrás de su conjunto.

Luego, de vuelta a su casa, se ducho, se preparó el desayuno, un café oscuro con unas tostadas que acompañó con mantequilla y mermelada de mora, con la toalla aún puesta en la cintura, para no chorrearse café en la ropa –suele pasarle eso–, luego se vistió y salió apurado para el trabajo. Se había desfasado 15 minutos en su rutina lo que ya le significaba encontrarse con más tráfico del esperado en la avenida Libertador.

Su predicción se hizo verdad, pero decidió tomar las cosas con calma. El mundo no se iba a acabar por llegar tarde al trabajo. Puso una emisora de música clásica y se dejó arrullar por el sonido de violines y chelos y otros instrumentos que no logró identificar.

Llego al trabajo medía hora tarde, pero nadie pareció notarlo. Jiménez no supo si alegrarse o ponerse triste por eso, pues por un lado estaba bien que nadie le reclamara su tardanza, pero por otro el asunto le hizo lo notar lo solo que estaba en el mundo.

Pasó toda la mañana sentado en su escritorio fingiendo que estaba trabajando, con muchas ventanas de documentos abiertas, pero la mayoría del tiempo se quedaba observándolas absorto en sus pensamientos, triste y deprimido pensando que tal vez lo mejor sería dejar de existir.

No sabía Jiménez, de la fuerza que tiene el dicho: ten cuidado con lo que deseas porque se te puede cumplir.

Cuando llegó la hora del almuerzo tomó su chaqueta del perchero y no se preocupó en buscar a nadie para ir a almorzar. Desde temprano en la mañana tenía pensado en ir al mismo sitio de siempre cuando no llevaba almuerzo a la oficina, Picaditas.

Cuando llegó al lugar, le tocó hacerse en la barra porque estaba repleto. Ese día había 2 opciones de almuerzo: Carne a la plancha o muslitos de pollo. “Tráigame una carne”, le digo al mesero. “Claro señor”. Al rato el este volvió y le dijo: “Señor, la carne se nos agotó, nos quedan 5 platos de muslitos, ¿le traigo uno?”

Jiménez frunció el ceño. Por un segundo, pensó en marcharse del lugar, pero ¿a dónde se iba a ir? Ya había desperdiciado más de medía hora de almuerzo y tenía hambre. “Bueno pues, será almorzar lo que tengan”, le respondió al mesero”. “Sí señor, están buenísimos. Ya verá que no se va a arrepentir”.

El plato le llegó en menos de 1 minuto y Jiménez comenzó a comer los muslitos de pollo que venían acompañados de arroz, verduras, tajadas de plátano, y papas al vapor, más una limonada en vaso de plástico. Como todo un cirujano experto, le desprendió toda la carne que pudo a los muslitos, hasta ese punto en que no queda más que tomarlos con la mano para llevarlos a la boca.

En medio de esa operación quebró uno de los huesos con la boca, y una de las astillas fue a dar a su garganta. Comenzó a toser ligeramente. Le dio un sorbo a la limonada, pero la tos persistía, el aire no pasaba hacia sus pulmones, y comenzó a ponerse rojo. la tos comenzó a aumentar. Se llevó las manos a la garganta. Era claro que se estaba ahogando, intentaba tomar bocanadas de aire pero nada, sus vías respiratorias estaban obstruidas. El resto de comensales y los meseros lo miraban sin saber que hacer.

“¡Un médico, un médico!” grito alguien , pero no había ninguno, o al médico no le dio la gana actuar o le dio pánico escénico y el cobarde simplemente no reveló su identidad. Para ese entonces Jiménez ya estaba retorciéndose en el piso, hasta que, de un momento a otro, dejó de moverse.